Espíritu

José Juan González Jiménez
Departamento de Literatura Comparada
Facultad de Humanidades, UPR RP

Son las 3:34 de la madrugada. Afortunadamente, no parece encontrarse ni un alma alojada entre las paredes de tu apartamento; ya ni recuerdas la última vez que viste una mosca. —Un perro no vendría mal— te repites por séptima vez, como si no te propusieras lo mismo todos los malditos días. Jamás podrías alimentar un perro. Abres la puerta de la nevera, las vagas luces de neón son el único alumbrado digno de enfrentarse a la oscuridad de esas horas. Siempre te brindan comodidad, aun cuando lo único que puedes discernir en el vacío oscuro de tu cocina son esas febriles luces. Cierras la nevera. Abres la nevera. Cierras la nevera de nuevo. —¿Quién carajos prepara café a esta hora? —te murmuras, pero luego recuerdas que debe haber por lo menos seis pies de concreto sólido entre tu hueco y el del vecino, y concluyes que solo son cosas tuyas, que el pequeño monito dentro de tu cerebro anda averiando los controles, burlándose de ti como siempre. —Apuesto a que no te tomaste la pastilla anoche, ¿verdad? Eso pensé. —Abres los gabinetes superiores en donde se supone que se encuentran las malditas pastillas; naturalmente, no están ahí.

Luego de otra ristra de pútridos insultos hacia el universo, recuerdas que intentaste hacer algo particularmente estúpido con ellas anoche y te diriges hacia donde crees que las viste por última vez: el baño. Después de rebuscar un poco debajo del lavamanos, encuentras el contenedor abierto; las pastillas están todas regadas entre los detergentes. Concluyes que se te debieron haber caído en algún momento. Decides tomarte dos; sientes que la suerte hoy está de tu lado. —Asqueroso— la reacción habitual. Mientras tratas de contener tus náuseas, te percatas que el espejo parece estar tintándose de un pálido amarillo debido al goteo de agua (te juras y perjuras que es agua) que proviene del techo. Quisieras que lo único que se refleje en tu sucio espejo quebrado sea, bueno, tú al fin y al cabo. Demás está decir que los espejos no obedecen nuestros quereres; son objetos vanidosos por naturaleza. Maldices el techo, maldices el goteo, maldices el asqueroso espejo amarillo y la asquerosa pastilla, y sales del baño.

 

Te duele el estómago, pero, a pesar de ello, regresas a la cocina, sacas el vasito de plástico duro que te gusta usar para el whiskey y extraes de la alacena la botella que te ganaste en la rifa del trabajo el año pasado. —La hemos hecho rendir, ¿ah? Todavía va por la mitad y renunciamos hace cuanto... ¿2 meses? Casi nada. —Caminando a la sala te purgas la boca del asco y buscas la caja de cigarrillos que por alguna extraña razón está tirada debajo de la alfombra. —Solo uno. —Ah, la ironía de ir a la gasolinera sin auto. Como están las cosas, es probable que te peguen un tiro si caminas hasta la farmacia, o peor… Agarras el encendedor que se encuentra encima del viejo reclinable roto, pero ya no le queda gas. —Añade otra más a la lista. —Regresas de nuevo a la cocina y prendes el cigarrillo con el encendedor de gas largo que usas para la estufa: nunca encendió bien esa estufa. Un presentimiento indescriptible te compele a meditarla un poco y mientras observas sus negras hornillas frías puedes sentir una punzada en las puntas de tus dedos. —Que frío está todo, y no hay nadie. No hay nadie, —te repites temblando— no hay nadie… —Sabes que no hay nadie, lo sabes, no puede haber nadie.

 

Dudas, pero aceptas que no sientes hambre. Fumigas un poco las esquinas del mostrador y regresas a la sala. Te sientas en el reclinable que se queja un poco más fuerte de lo habitual.

 

—Cállate —le murmuras mientras introduces tus manos dentro de sus cojines que rechinan con el mismo desgano de siempre. Encuentras el control remoto y celebras silenciosamente con un gesto de manos al ver que tiene baterías. Ya ni sabes qué hora es. Enciendes el televisor. Entre la estática puedes divisar los logotipos de la estación de noticias local y escuchas la misma maldita cancioncita que llevan usando como tema por los últimos 10 años. La imagen se aclara. —Gente muriendo. Gente peleando. —Crees que te sientes mejor. Apagas el televisor y te despides de tu vaso de restaurante de comida rápida que sirve como cenicero. En realidad, no recuerdas haberlo colocado ahí en primer lugar, pero tal parece que las cosas se te han estado escapando de la memoria recientemente. Eso debe ser. Te levantas del reclinable y te acuestas sobre el sofá, que por fortuna no tiene la sábana enterrada entre sus fauces. —Bueno, hoy será otro día. —Efectivamente, mañana será otro día y, a fin de cuentas, no importa cuánto desciendas hacia las profundidades; soledad

—verdadera soledad— no habrá nunca ahí abajo.

Posted on June 1, 2021 .