La gaviota

  Elliut Colón Martínez 
Departamento de Psicología 
Facultad de Ciencias Sociales, UPRRP 

Recibido: 03/02/2025; Revisado: 24/11/2025; Aceptado: 1/12/2025 

~ Siento el agua del mar chocar con mi cara cada vez que el viento levantaba su mirada y embestía con estruendo la marea despertada. Ando situado en un precipicio, de manera silente, como un centinela. El cielo nublado se antepone al pronto venir de un atardecer; faltan pocas horas para que duerma el sol. Me mantengo firme ante el viento, no dejo perder de vista el hueco profundo que tengo de frente. Parece un agujero negro, pero la marea brinca con alegría pícara cada vez que choca con la cueva que queda por debajo. Hay algas colgando por la circunferencia del hueco, uno que otro parcho de moho que se alojan por el arrecife muerto, cangrejitos que hacen de su hogar los pequeños hoyuelos que se hallan entre las piedras puntiagudas, y baches de agua estancada por doquier. Observo de manera solemne el agujero, y de momento, siento una mano posarse en mi hombro y una voz pronunciada exclamarme 

— Se acaba el tiempo. ~

Me despierto azorado, lleno de sudor y con dolor en la espalda baja. Estoy solo en mi cuarto. El frío mañanero me convence sutilmente a quedarme acurrucado entre el calor de mis sábanas gruesas. Mientras más me profundizo en el silencio, más me percato de aquellos sonidos que se convergen en las horas de la mañana. El pito entonado y consistente que nace de mis tímpanos lastimados. El choque sólido, pero débil y repetitivo de las manecillas del reloj clavado en la pared. El rugido escandaloso, pero lejano del tráfico en la carretera principal que queda en las afueras de la vecindad. Los cantares melodiosos y cacofónicos de las aves que se escuchan a diferentes distancias, a veces en armonía, en ocasiones en duelo. 

Aún sigo acostado en mi cama. Han pasado los minutos y puedo ver el candente juicio del sol moverse lentamente a través de las aperturas de las ventanas. Mi atención oscila entre los rayos del sol y el movimiento circular de las aspas del abanico, bailando en su tempo acertado, meneando las cadenas que controlan el mecanismo interior como si fueran pompones de porrismo. Mi atención luego oscila entre estos y los pensamientos que me invaden en un instante, ya empezaron… Aún estoy cansado, exhausto; permanezco sin descanso. 

Siento el vibrar ansioso del celular y me obligo a moverme para verificarlo. Es un mensaje de texto de Yoán, que me quiere ver y esperará por mí en la biblioteca. — ¿Tengo que ir? —pienso, mientras me levanto de la cama, hago de mi sábana un bollo y siento el frío acariciar cada centímetro de mi cuerpo, como manos masajeando la harina, como el agua en la ducha, como aquella noche en su casa. No puedo evitar entregarme a las dulces palabras que me susurran las memorias de ella. Anhelo su sonrisa, su voz, su sudor. Deseo su piel, acariciar sus riberas, besar sus valles montañosos, llegar a la cima y respirar los aires limpios del placer, entre sus aguas cristalinas nuevamente nacer. 

Siento la grasa del sudor en mi piel y no me gusta la sensación, pero no tengo ganas de bañarme, pero si me baño me sentiré mejor... Agarro mi toalla, la bocina y el celular, y me desaparezco en la ducha. 

De camino a la biblioteca reflexiono sobre el sueño que tuve y de lo poco que recuerdo; me quedé con las ganas de saber más. Me sentí tan atraído al agujero, como si me estuviera llamando, suspirándome linduras vacías, tentándome con sus caricias adictivas. 

Llego a la biblioteca y lo puedo ver desde lejos, alto y noble, ancho y humilde, sentado en uno de los sofás del pasillo central. De lejos me grita un saludo, jocoso como siempre; decidimos estudiar juntos.  

En una de mis frecuentes distracciones me llego a fijar en la solemnidad de mi alrededor. A través de las ventanas, hacia el afuera, el sol ya paseaba por el centro del cielo; las aves comenzaban a completar sus encargos; el estudiantado repoblaba lentamente las estructuras académicas antiguas. La felicidad rebotaba por las esquinas, encontrándose con la tristeza a mitad de camino y yéndose a compartir un café. Observo a las personas pasar, les veo el rostro y sus expresiones en juego. De momento, doy cuenta de la mirada de mi amigo, percatándose de mi despiste. 

— Estás distraído —me dice tiernamente, con preocupación. 

— Sí, pero tranquilo, estoy bien… —le refuto con hesitante certeza. 

— ¿Seguro? 

— No… —agarro el celular para verificar la hora—, pero ya es hora; me tengo que ir.  

— Me cuentas cuando te sientas preparado; no hay prisa —nuevamente, su cariño desbordante acaricia mi apatía desdeñosa; no merezco su afecto, no merece mi desprecio, pero su calor incondicional lentamente derrite mi frialdad aprendida. 

Termino de recoger mis pertenencias y me despido. Encamino mi trayectoria a través del pastizal que atraviesa la fachada del recinto. Mientras voy hacia el salón de clase, me fijo en la torre monumental, ícono histórico de la universidad, un hito simbólico reconocido en todas las esquinas de la isla. Casi rasca el cielo con su arquitectura europea, fijando en su tope un reloj que resuena su presencia a cada hora. 

*Dong… dong… dong… dong…* 

El relámpago imperante de la campana se escucha por todo el casco urbano del pueblo. Ahoga el cantar de las aves, sofoca los susurros perdidos, asfixia mis pensamientos obsesivos. 

Justo en ese momento preciso a alguien que se asoma por uno de los balcones superiores de la torre. Confundido la observo, tenía entendido que esas secciones estaban clausuradas. Me devuelve la mirada; vestía prendas sombrías que contrastaban bastante con su piel pálida. Luego de unos segundos me saluda levantando y moviendo su mano de manera amistosa y con una sonrisa pícara. Sintiéndome bienvenido por su hospitalidad, le devuelvo el saludo. Regresando la mirada al suelo, contemplo lo sucedido y, sin hesitar, vuelvo a buscarla, pero ya había desaparecido. Intrigado en buena medida, me quedo con las ganas de saber más, pero tenía que avanzar porque iba a llegar tarde a la clase. 

~ Me encuentro de regreso en este acantilado recluso, esta vez sentado a la orilla del agujero. El sol permanece en la misma coordenada, las nubes portan la misma expresión, el mar choca sus olas con el mismo desdén, el viento sigue soplando con un silencio interminable. El aire se siente pesado, pegajoso; me siento anclado al suelo, como si la gravedad me castigara, como si me derritiera lentamente en un pequeño charco gelatinoso de sangre, carne y hueso. Al otro lado del agujero, más arriba de donde estoy sentado, posada encima de las piedras cuales púas se erguían solemnemente, hay una gaviota. Vieja ella, se notaba relativamente jodida, enclenque, casi sin plumaje y con el pico roto. No me daba pena, sino me empatizaba. ¿Qué le habrá pasado? ¿Cómo llegó a eso? ¿Cómo sigue de pie… sin rendirse? La gaviota vira la cabeza y me mira directamente a los ojos, penetrándome el alma. Temblé de pies a cabeza, unos escalofríos intensos, pero justo después nació dentro de mí un calor inexplicable… 

De repente, escucho una voz llamarme desde lejos, como un eco, cada vez acercándose más‒ ~ 

Me despierto de cantazo. Siento un leve dolor en el pecho y una lágrima rodar por mi mejilla. Estoy llorando. La extraño; su manera de personificar pintorescamente hasta lo inmaterial, sus reflexiones interspectivas sobre la vida, su creatividad para conjurar mitos y leyendas. La melancolía me arropa; llevaba mucho tiempo sin poder llorar. Recuerdo las palabras de mi madre, aquellos consuelos resguardados que aseguraban que las lágrimas limpiaban el alma. Asimismo, ya tocaba semejante aseo espiritual; estoy harto de deambular entre las cenizas de mis esperanzas maltrechas. Aprovecharé el momento para sollozar y dejarme sentir entre los fantasmas; solo quiero ser juzgado por la ficción de mis ancestros y por el silencio mismo. Mi vista se nubla, me duele, casi no puedo respirar. 

Luego de un tiempo, el vibrar ansioso del celular me interrumpe. Es Yoán, quería saber si me interesaba tomarme un café con él ya que su profesor no reunió la clase. No tengo compromisos para hoy, así que puedo dedicarle mi tarde a una buena plática. Me hace falta. Me esfuerzo para levantarme de la cama; me esfuerzo aún más para prepararme. La tarde se hacía vieja, el sol andaba de camino a cruzar el horizonte. Ya no se escuchan las aves, solo el murmullo omnipresente de una ciudad hambrienta, decepcionada y deprimida. Como de costumbre, procedo a desaparecerme en la ducha. 

De camino al café renuevo mis contemplaciones concernientes a mis sueños. Desconozco el porqué de sus inclinaciones filosóficas y de por qué se visualizan ante mí tan críticamente, pero a la vez reconozco que no debo darle tanta importancia. Como había declamado Segismundo, son solo sueños, y los sueños, sueños son. 

El establecimiento en cuestión queda justo afuera de los predios de la universidad; son de esas cafeterías que se mantienen abiertas primordialmente gracias a la empleomanía adicta a la cafeína que trabaja en los edificios de oficinas burocráticas que las rodean. Sus mesas siempre están pegajosas, llenas de manchas marrones y cristales de azúcar esparcidos por doquier. A Yoán no le gusta el café, solo viene a esta esquina porque le gusta el ambiente; a mí me encanta el sabor del café, pero me da reflujo, por lo que es un gusto que me doy de vez en cuando. 

¡Hey! —me dice emocionado por verme. 

Dímelo —le contesto sin energías. 

Cabrón, deja que te cuente… 

Continuó hablando sobre su día, de cómo casi lo atropellan en la avenida Gándara, de cómo en su clase de Introducción a las Ciencias Políticas su profesor se tiró pal de comentarios inadecuados de viejo verde, y lo demás sonaba como relleno. Mi mente decide despejarse del momento y mi atención busca otro estímulo que me ayude a regresar al presente. En uno de los banquitos que quedaban en la distancia la volví a ver. Lo que fue un instante se sintió extrañamente letárgico. Es la misma persona que vi en la Torre, pero esta vez estaba observando a las aves jugando en los árboles. Todavía no sé quién es, pero su mera presencia resuena profundamente con mi ser. 

Mera wou, te fuiste pal carajo de nuevo. 

Mala mía, es que me distraje —le exclamo devolviéndole la mirada. 

¿A quién tú miras? —Se vira y con curiosidad me acompaña—, ¿quién es? 

Allí en el banco de metal verde bosque. Está mirando hacia‒ —al virarme para confirmar la observación detengo mis palabras en seco—. Ya no está ahí. 

Brodel, ¿estás bien? 

Me tengo que ir —le digo aturdido, levantándome con prisa, cuestionando cuánta sanidad mental realmente me quedaba. 

Salgo de allí, mi atención hiperconcentrada en la aparente no-existencia de este ser que se me sigue apareciendo. Emprendo mi búsqueda, pero sin prisa, encamino una misión con objetivo firme, pero sin dirección. Camino por todo el pequeño parcho de metrópolis en el que me encuentro; camino por las calles abandonadas, repletas de polvo, basura y la vegetación que nace y crece furtivamente a través de las grietas burlescas que dominan la brea y el cemento. El olor a gasolina, aceite y basura contrasta con el bello atardecer, lleno de esplendores violetas eléctricos y destellos anaranjados neón. El cielo azul propio impresiona con su danza, a son con el blanco esponjoso de las nubes y el amarillo apasionado del sol. Mientras entro a los predios de la universidad, el viento me acaricia ‒ como siempre hace ‒ y me acompañan los consuelos sabios de los árboles junto a las canciones de cuna de las aves. Camino sin destino particular, pero mi determinación se va apaciguando, mis esfuerzos no dan frutos y mi cuerpo pide descanso. Es hora de regresar a casa... 

~ Otra vez, este maldito agujero me persigue. El tiempo no existe en este acantilado; el clima sigue igual, el arrecife sigue muerto, el vacío me sigue llamando. Verifico a mi alrededor y me asusto al darme cuenta que la gaviota estaba parada justo al lado mío, mirando directamente al abismo. La observo ahora mucho más de cerca, se ve menos intimidante y más melancólica. Su rostro revela una historia abrumadora: dolor, tristeza, nostalgia, añoranza, pero no arrepentimiento.  

¿Estás satisfecha con tu vida? —Le pregunto con mucha confusión. La gaviota reconoce mi voz, vira su cabeza y me mira a los ojos. 

¿Cómo? —Le insisto, pero la gaviota no contesta y regresa la mirada hacia el agujero. 

Permanezco en silencio y acompaño a la gaviota en su meditación insondable. Creo que comienzo a entender por qué el agujero me llama tanto. 

 

Solo se escuchan las olas bravas, las ráfagas atormentadas. 

 

Comienzo a encariñarme del vacío. 

*Dong… dong… dong… dong…* 

Una campana truena intensamente a través de todo el arrecife y cada estruendo poderoso sacude la roca con una magnitud tremenda. El campanal no se detiene, el piso comienza a agrietarse, la gaviota no se aturde. Todo se destruye, el suelo se sigue despedazando, ya no queda mucho espacio en donde pararse. 

*Dong… dong… dong… dong…* 

Del islote ya no queda más que un círculo desfigurado, un pedazo de un pedazo de piedra; en el centro permanece el agujero, tentador como siempre. Nos miramos. Permanecemos en silencio… Suelta un chillido, creo que me habla. Se sacude las plumas, se estira las alas y emprende el vuelo. Sube a unos veinte pies del suelo y se mueve en forma de ocho. Aprecio su movimiento, su gracia, su libertad. Luego de varias vueltas, se tira de clavado directamente hacia el agujero y en él desaparece. La escena fue macabra y asombrante, si no más enigmática, pero pude entender lo que debía de hacer.  

Camino hacia el agujero, me detengo justo en la orilla y aprecio su profundidad una última vez antes de lanzarme al vacío. ~ 

Entre sudor y jadeos me levanto brincando del susto. Me siento mareado y desconozco la hora. El sol ya no me saluda por entre las ventanas; no obstante, aún muestra su sonrisa siniestra por el cielo. Me fijo en el reloj y ya son las 6:46pm; el calor del verano ya se ha disipado bastante y el cuarto se siente relativamente fresco. Me muevo para alcanzar el celular, no tengo notificaciones. Mi vista aún oscila con las vueltas del vértigo, siento una cortina de neblina espesa alrededor de mi mente. Hago el esfuerzo de levantarme de la cama y mis huesos resuenan como xilófonos huecos. Al caminar hacia la cocina, noto un pedazo de papel al frente de la puerta de entrada. Lo recojo y el siguiente mensaje me saluda «Torre. 7:00pm» … Puñeta. 

¿Debí cuestionar el origen y la intención del mensaje? Sí, definitivo, pero ya era tarde para eso, mi curiosidad mató el gato. Ajorado y determinado, me encamino hacia la Torre. El misterio me consume más que la ansiedad. Tener propósito, aunque sea efímero, se siente eufórico. 

Logro llegar a la Torre luego de evitar tropezarme con el millar de hoyuelos que rellenan los caminos al buscar por todo el área entre jadeos, mareos y gotas de sudor. No se encontraba un alma en los predios excepto los guardias de palito que paranoicamente merodean y vigilan todo cuerpo móvil a partir de la llegada del crepúsculo. Mirando a la nada, me conformo con el sentimiento de decepción que cargaba encima. Siendo esto así, decido entonces sentarme en uno de los bancos de cemento a apreciar lo que quedaba del atardecer que, a su vez, estaba adornado por el centenar de edificios del casco urbano. 

Al pasar el tiempo, me seguí profundizando en mis pensamientos, en los sueños que había tenido (lo que recordaba de ellos comoquiera), en el atardecer, en el ser desconocido… en ella. No me había dado cuenta de cuán lejos estaba dispuesto a llegar para no recordarla, de todos los sentimientos no resueltos y reprimidos que había mantenido pal de metros por debajo del suelo para no tener que aceptar que el cuento ya se había acabado. Nuestra historia había llegado a su conclusión y no había vuelta atrás, pero ¿para qué? ¿Por qué estaba, de manera intencional, manteniéndome lejos de la paz mental que yo merecía? ¿Por qué no puedo permitirme transicionar a través de un cambio?... ¿Cambiar? 

El universo sigue moviéndose sin importar cuáles son los resultados de dicha inercia, que las estrellas exploten, cuánto consumen los hoyos negros, cuántos planetas choquen entre sí, cuántas nubes inimaginables de materia prima se expulsen hacia el universo, ni que aparezca un asteroide mañana y termine de explotar este planeta, esta pequeña piedra que gravita entre la nada y lo celestial. 

El atardecer se ve hermoso. Las cotorras dominicanas andan alborotosas como siempre, los árboles se mecen y sus hojas se tambalean, el ruido de la ciudad harmonizándose perfectamente con el ritmo del día y la melodía de sus ciudadanos... Respiro profundamente y exhalo con alivio. Extrañaba poder apreciar la belleza de la vida y sus simplezas.


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Posted on December 12, 2025 .