Flamboyán

  Elliut Colón Martínez 
Departamento de Psicología 
Facultad de Ciencias Sociales, UPRRP

Recibido: 3/02/2025; Revisado: 1/12/2025; Aceptado: 1/12/2025 

Veo el cuenco de cristal volar por el aire, siento la ansiedad amarrarse abruptamente de mi piel. 

El tiempo se detiene. 
Solo se escucha mi respiración al inhalar y exhalar. 
El olor a primavera vuelve a permear el aire. 

Recuerdo cuando solíamos hablar en aquella pradera pequeña al lado del río, justo a la orilla de nuestro barrio. A ella le encantaba verme envolverme en mis historias, en mi cantar de cuentos que recitaba sin pausa, como si mi vida fuese una novela. Nos encontrábamos situados en puntos suspensivos esperando a que la próxima palabra fuese escrita. Suspendidos sobre el concepto del tiempo, indagando sobre la vida y sus pesares, disfrutando toda experiencia sensorial proveniente de aquella instancia. En la distancia se exaltaba la opresión despiadada de la ciudad, una interposición jerárquica impulsada por una creencia anticuada de “calidad de vida” y una persecución afanosa de la misma. Acá, lejos de la metrópolis, la naturaleza emanaba cierto aire de esperanza, de confianza, un calor maternal, un llamado familiar. 

Cerca de donde estábamos había una acera y en ella se posaba un banquito pequeño y solitario hecho en cemento. Justo a su lado se erguía un poste de luz rústico. Su bombilla emanaba una luz anaranjada acogedora, de esas que te saludan cuando viajas por el expreso. El viento movía y sacudía las espadas de grama que nos rodeaban. Los dientes de león bailaban con sus deseos tentadores. Las hojas muertas revoloteaban por el aire buscando su último lugar de descanso. El flamboyán, imponente a nuestro lado, ya comenzaba a florecer de naranja. El cielo estaba partido entre día y noche, vida y muerte, bien y mal, azul cielo y violeta espacial con naranja solar en su fisura. Las nubes se intercalaban entre sí, combativas y sumisas, moviéndose incansables en busca del horizonte. Ya se podían observar la luna y las estrellas acompañando al sol. Era una vista fantasmagórica la inmensidad de estos cuerpos celestes ante la insignificante presencia del ser humano mortal.  

La memoria se desvanece entre las tinieblas.  
Siento el chillido del cuenco retumbar.  
Regreso a mis sentidos ante esa molestia distintiva. 

Entre ansiedad e incertidumbre mi apetito se cierra. Me levanto de la mesa del comedor dejando mi plato de comida en espera. En lo que mi madre se quejaba expresivamente sobre el cuenco roto en innumerables pedazos me encargaba de ir a buscar la escoba y el recogedor. Prefiero hacerme útil en vez de recibir su furia desplazada. Salgo a la marquesina y transito por la puerta trasera; creo haberlos visto por la pileta del patio. 

Al pasarle por el lado al flamboyán del patio no hago más que reproducir en mi mente la película de su origen: Hace muchas décadas atrás, la abuela de mi madre le regaló la semilla, que según le había explicado era un injerto para que floreciera de un color distinto de lo normal, pero mi madre no recuerda cómo fue que lo logró crear. Cuando mi tatarabuela falleció mi madre decidió enterrar sus cenizas en las raíces de la pequeña mata, que para ese entonces ya crecía con sutil empeño. Debido a la naturaleza del injerto, ha florecido de color azul en solo dos ocasiones de los cincuenta años que lleva de vida. Hasta el día de hoy no ha vuelto a despertar. 

Un rayo de sol se vislumbra entre las ramas. 
El árbol me urge a recordar. 
Cedo y el calor de aquel verano me atosiga. 

‒ Te amo. 

‒ Te amo. 

Nos acurrucábamos de la mejor manera encima de una sábana marrón de textura suave que traje de casa. Era julio, reposados bajo el mismo flamboyán donde nos conocimos, ya sus flores han caído y resalta su verde majestuoso. En el cielo se hallaba un azul interminable y al norte en la distancia se regodeaba un grupo tímido de nubes stratocumulus y cumulus. Mientras hacía migajas una hoja del suelo, ella me contaba de su vida. Su vivacidad al expresarse fue lo que me enamoró. Fue aquel primer amor y su impacto fue trascendental. Había vivido muchos años en soledad ya que no era bien aceptado entre los círculos sociales de la escuela y tampoco poseía buenas destrezas de socialización para compensar. Era una mezcla entre “no me entienden”, “no los entiendo” y el ambiente hostilmente elitista que permeaba la cultura escolar. El rechazo que percibía agudizaba la angustia que me ocasionaba la carencia de afecto. A raíz de esto, prefería mantenerme separado de la muchedumbre, lejos de sus estándares arbitrarios, recogido entre mis letras escritas y el silencio.   

Una nube corta la proyección del filme.
Tropiezo con una escoba mal puesta.
Soy propulsado hacia el presente.

De regreso en la cocina uno de los dedos del sol se encuentra con mis ojos, una punzada de molestia me atraviesa la mirada antes de yo poder taparme. Solo veo la brillante fotografía del destello anterior, y en mis pupilas el reflejo de las memorias marcadas de los rayos ultravioletas que me acariciaron. Pienso en el sol, su color, su estado de materia, su posición en el espacio; un gigante gaseoso. Nuestra presencia dice poco ante las estrellas, somos tan solo pedacitos de moléculas en constante movimiento, con sueños grandes y deseos erráticos. Aún no sabemos por qué somos ni por qué estamos, pero hacemos el esfuerzo de ser humanos. 

Llego a la cocina y escucho el “Gracias, mi amor” suspirado de mi madre. Le hago el favor de limpiar el reguero. Por otro lado, veo como mi perro se aprovechó del momento para terminar con mi plato de comida. Ella estaba recogiendo las piezas de vidrios grandes y no se había percatado de sus travesuras. Me explica que era el único cuenco que le quedaba y que necesita uno nuevo para poder llevar la comida a la fiesta que tendremos en la noche en la casa de la vecina. A ella nunca le ha gustado pedir ayuda, mucho menos cosas prestadas. Me ofrezco para llevar a cabo la diligencia de ir al supermercado del Drive-Inn de la esquina a comprarlo. 

Me pongo unas chancletas, una camisa de nylon azul claro y unos pantalones bermudas verde bosque. Procuro tener la cartera, me acomodo los espejuelos, conecto los audífonos al celular y me dejo guiar por la música. El sentir del bajo satisface mis receptáculos auditivos. Mis pasos acompañan el compás de la percusión, la melodía apacigua el rugir de mi ansiedad. Caminando por la urbanización me cruzo inevitablemente por su casa. Veo una figura aparecerse por el cristal de la puerta de entrada. Me detengo en seco, la veo abrir la puerta y salir con una bolsa de basura en mano. Ya la música no hacía su efecto. Intercambiamos miradas y lo único que pude pronunciar sin verme muy afectado fue un 

‒ Hey ‒le digo con cierta dejadez de hesitancia entrometida en la garganta. 

‒ Hey ‒me contesta desinteresadamente. 

‒ ¿Qué tal? 

‒ No mucho, ¿y tú? 

‒ Ehj, lo mismo de siempre. 

‒ Ya veo. 

‒ Em… so- 

‒ No tengo ganas de hablar ahora. 

‒ Perdón‒ suspiro angustiadamente. 

‒ … Me tengo que ir‒ me dice con enojo. 

Procede a botar la bolsa de basura y encerrarse nuevamente en la casa. En ese instante no pienso en nada particular, solo siento la melancolía, añoranza y angustia. Continuo mi camino hacia el supermercado mientras intento regresar al ritmo de la música. Entro al supermercado y emprendo a buscar la mirada de las personas. Me gusta observarles el rostro y hacerme preguntas, por el gusto de hacerlas, de cómo se sienten, qué sufren y qué les hace vivir. Por más que quisiera, estoy conforme con no saber la respuesta a todas estas curiosidades. 

Me paseo por las góndolas que están estratégicamente organizadas para facilitarle la compra al consumidor. Busco los letreros suspendidos desde el techo que muestran el mapa de los productos porque mi sentido de orientación es un desastre y siempre confundo el lugar de las cosas. Me aparezco en la sección donde están los utensilios de cocina y verifico los cuencos de cristal a la venta. No tengo de otra que quejarme de cuán caro están. Consigo el mismo cuenco que mi madre tenía y procedo a ir a pagar por el mismo. Por fin puedo regresar a casa. 

Caminando de regreso me topo con la rutina diaria de un país donde reinan el cemento, los automóviles y la precariedad. Los hoyos en las carreteras asoman sus caras inocentes con intenciones joviales. Hay que aprender a guiar haciendo acrobacias y tratando de no chocar mientras el prójimo te insulta. Es inevitable el desquite pasional que conlleva dicha actividad, el escape de la presión, la ira, el estrés y la ansiedad acumulada. La ley de la calle es salvaje, pero sencilla. La condición de la pobreza abarca desde la metáfora hasta su materialización concreta. Un estado de vida constante, inhumano e insaciablemente perturbador, un abatido de eufemismos, un latigazo de prejuicios. 

Al llegar a mi casa siento el sudor en mi piel, cabello y ropa. El clima no perdona a nadie. Llevo a la mano el cuenco nuevo y me aseguro de no padecer de mi usual torpeza para no incurrir en más perdidas. Mi madre, al verme con el cuenco en la mano, rápido comienza a organizar la comida que tiene que transferir y terminar de empacar. Me agradece el esfuerzo e inmediatamente me ordena a bañar ya que estamos tarde. En la ducha me siento como en una cápsula hiperbárica de tiempo, encerrado bajo presión a solas con mis memorias. El espacio me da la oportunidad de reencontrarme con mis emociones, sentir todo aquello que se ha perdido en la represión involuntaria de mi ser. Me brinda el privilegio de nombrar lo innombrable y lentamente desenredar los nudos amarrados alrededor de mi alma y que arrastran aquellos presagios incorrectos impuestos del pasado. Pierdo noción del tiempo y me entrego a la intimidad pnemónica de mis deseos, no hago más que prender la ducha y la película nuevamente se proyecta. 

Abro el camino para que la lluvia de la primavera haga de mí sus correntías.
Siento el agua templada correr por mi ser, me vuelvo uno con ella.
Me concentro en mis pensamientos erráticos, casi palpables.
Un retorno a mi inconsciente volátil. 

Lo recuerdo como si fuera ayer, caminando por el parque del barrio sin pensarlo mucho. Iba de camino a mi esquina preferida, un hoyito en el suelo justo al frente del tronco grueso del único flamboyán en el área. Al ser enero aún no mostraba indicios de florecer, pero vive encima de una colina pegada al costado de un monte donde hay mucha vegetación que la acompaña, pero también aprecia de una vista escénica de la ciudad. Una isla metropolitana que parece de otra dimensión, como sacado de una película de steampunk. Aquí siempre hemos existido entre la penumbra y el atardecer. 

Cuando me acerqué al spot me percaté de que había alguien más allí. Como de costumbre, me trepé encima del banquito de cemento, mis placeres juveniles aún albergándose en mí. Entre la vista que me fallaba y la luz que se disipaba la descubrí. Llevaba puesto un sundress de una combinación de rojo y blanco. Tenía el pelo lacio marrón claro amarrado en cola y sujetado con un pinche de pelo en forma de una flor de amapola. Tiene la piel canela, de baja estatura y andaba con unas sandalias negras. 

‒ No creo conocerte‒ intento decirle con genuina curiosidad y un poco de distancia para evitar asustarla. 

‒ ¡Ah! ¡Hola! Yo tampoco‒ me responde sinceramente. 

‒ Pensé que era el único que sabía de este spot. ¿Cómo es que nunca te he visto antes? 

‒ Fíjate, solo estoy aquí hoy porque me cancelaron la clase. 

‒ O sea, ¿que los días que yo estoy tú no estás y viceversa? 

‒ Así que nuestro encuentro es pura coincidencia. 

Aquella noche hablamos hasta que la luna y las estrellas se fueron a dormir, la luz solar comenzó a brotar y romper la imponente oscuridad, y los animalitos comenzaron a despertarse e ir al río a disfrutar del agua.  

Cierro el correntío cual frío calor me resguarda. 
El reflejo del sol revelaba las partículas de agua que flotaban por el aire. 
Es divertido inhalar estas gotitas que me asfixian. 
Despliego la cortina. Agarro la toalla. Apago la música. 

‒ Ya es hora‒ pensaba repetidamente mientras me recostaba en la cama, desnudo, secándome con el aire y el abanico.  

La insistencia de la prisa implicada en los ruidos que se escuchaban desde la cocina me ponían nervioso. Cada fibra de mi ser sabía que mi madre andaba con ansiedad. Me levanto y procedo a vestirme con unas tenis que parecen botas de hiking, un mahón azul claro y una camisa de botones semiformal con una combinación de verde bosque, marrón tierra y crema oscuro. Abro la puerta del cuarto y mi gata entra corriendo para enterrar sus uñas en mi cama, treparse y acostarse en mi almohada. La mimo y le rasco la cabeza, las orejas, la panza y las patitas. Siento un ronroneo calmante, hoy está mansa; añoro este cariño… extraño cómo me acariciaba la cara y me decía que todo iba a estar bien, me limpiaba las lágrimas cuando se me morían las esperanzas, me apretaba con sus abrazos y me daba un beso siempre que saludaba o se despedía. 

Entretanto mi nostalgia se regodeaba en mi psiquis, ayudaba a mi madre a cargar los trastes al auto; arroz blanco, pollo guisado, habichuelas rosadas, un envase de arroz pegao’, jamón con piña y jugo de lechosa. Nos montamos en la guagua y emprendimos un pequeño viaje hasta el otro extremo del barrio. En el camino me cruzo nuevamente con su casa, aún mantengo la costumbre de los primeros días cuando la miraba al pasar, siempre con ganas de saber de ella, de estar con ella. Sé que pronto nos mudaremos, pero mientras tanto cedo a mi nostalgia clandestina. 

Llegamos hasta donde nuestras amistades vecinas que viven en una casa de arquitectura española rústica moderna. El balcón lo tienen repleto de orquídeas, azucenas, margaritas y cáctus, en el jardín tienen una línea de arbustos de pascuas, cruces de malta y unas cuantas palmas pequeñas. Son una pareja de muchos años de ascendencia española, pero sus corazones puertorriqueños arden con alegría. Nos reciben con un saludo simpático. La casa ya se está llenando de familiares y la comida se comienza a servir. No conozco a la mayoría de las personas presentes y por eso me mantengo reservado. 

Comiendo en la mesa de comedor hecha de un tronco de caoba ausculto con detenimiento las dinámicas familiares y sociales que se manifiestan ante mí: 

‒ Ayer estuve esperando a que la cabrona de mi amiga se apareciera y luego de una hora me llama pa’ decirme que no iba a poder llegar porque se enganchó con un polvo‒ exclamaba furiosamente una de las primas mientras se bebía un pitorro de parcha. 

‒ ¿Escuchaste lo que le pasó a Gabriela? El novio le pegó los cuernos y la loca esa le terminó vaciando tres gomas del carro. Según ella, si no se vacían las cuatro, el seguro no lo cubre‒ compartía a carcajadas una de las sobrinas mientras se hartaba la cara de comida. 

‒ Los otros días me encontré con Don Pedro y me contó que la hija se había metido en un lío de fraude y ahora la policía la anda buscando. Supuestamente, la tipa se fue del país, pero no se sabe dónde está. Yo digo que se fue pa’ New York con el novio y Dios sabrá lo que están haciendo ahora‒ chismeaba uno de los tíos en un círculo de hombres, cada uno con una cerveza en la mano. 

En mi esquina de la mesa de caoba había varios jóvenes de mi edad. Me incluían ocasionalmente en la conversación, pero nunca me he sentido parte de ese grupo así que mis aportaciones eran cortas, precisas y escasas. Podía ver cómo se arraigaban a un estatus quo, a una normativa social genérica, a un estilo de vida que niega su realidad precaria y acepta una ilusión vendida. 

Termino de comer y me levanto de la mesa a fregar los utensilios que utilicé. Admiro la escena una última vez y salgo de la casa. No tengo ganas de seguir en el bullicio, quiero estar solo. 

Converso con los astros.
Compartimos nuestra soledad.
Lloramos.

‒ No puedo seguir contigo. 

Sentí temblores por todo el cuerpo y una repercusión sucesiva de escalofríos. Apareció un sumidero en el centro de mi pecho. Comencé a buscar desesperadamente entre aquellas memorias por el momento en que fallé, en donde cometí el error que desencadenó esta desdicha. Mi mente, perdida en su propia tormenta, hizo de recuerdos evidencias tratando de resolver un problema que verdaderamente nunca fue. 

Ella sabía por lo que yo estaba pasando, sabía que yo me iba a echar la culpa encima. En ese instante me agarró la mano, me acaricio la cara, me abrazó y lloramos mientras nuestras lágrimas se llegaban a entender. Aún recuerdo cómo olía el suave soplar del viento de otoño de ese día. Los árboles desflorados bailaron pesarosamente y las nubes susurraron sus últimos secretos del día. 

Me paro encima del banquito de cemento.
La luz naranja me baña con su calor.
El flamboyán contempla la ciudad. 

La veo sentada en la base del árbol. Me detengo en seco y mis pensamientos se van en blanco. 

¿Por qué está ahí? 

Me encuentro ante una decisión, ¿cerrar o no cerrar el círculo?  

¿Qué círculo? 

Llevo tanto tiempo pensando en ella que me he perdido de vista completamente  

¿De quién es la culpa?

De manera casi unánime me había hecho el responsable de dicho pesar cuando la culpa no le pertenecía a nadie. 

Me encuentro situado nuevamente en puntos suspensivos, pero esta vez estoy solo, con miedo. Miedo a crecer. Miedo a fracasar. Miedo a vivir. 

Por alguna razón esta instancia me ha permitido encajar piezas que no había podido entender anteriormente. Era un momento de eureka, pero a la vez no porque llevo desde el primer día dándole vueltas incesantes a lo que ya era obvio. Pensando en lo que ocurrió, en lo que llegamos a ser. Me siento triste, pero me entiendo mejor. Estoy dispuesto a soltar, a vivir con los recuerdos bienaventurados y no con la angustia pesarosa. Es mejor llorar un amor perdido que quedarse en un pozo de agua estancada. 

‒ Permanecerás en mí como una fotografía de un amor que fue‒ al conjurar estas palabras doy un salto y caigo en la acera.  

Me encamino en dirección contraria y me mantengo en la acera tratando de evitar las grietas con cada paso que doy. Mientras me voy alejando y la luz del poste se va disipando me da con echar un último vistazo. Cuando me viro preciso una figura humana de pie, parece haber estado mirando en mi dirección, pero la oscuridad no me permitía discernir bien. Comoquiera, continuo mi camino, asiendo mi destino al caminar. No he de volver para atrás, ya no hay razón para eso. La noche me acoge en su abrazo sereno y se despide besándome en la frente. 

‒ Adiós. 

*** 

Mientras me encontraba envuelto en el transparente ensueño de la noche, deleitándome con su energía festiva y su humilde compañía, comenzaba a ver desde lejos la fiesta. Ya era una difuminación de voces y testigos. 

Decidí regresar, me estaba aburriendo y el hambre comenzaba a asomarse con pícaro intento. Entro a la casa y me encuentro con una fiesta vacía. Era tarde y ya las personas estaban regresando a sus hogares, dejando el reguero como evidencia de su asalto. Luego de agarrar una variedad de entremeses, me moví al patio donde esperaba encontrarme solo con los espíritus del lugar, pero había una muchacha recostada en la verja de madera que daba hacia el paisaje del área. Desde adentro de la casa se podía escuchar un bolero solemne, de esos que merecen un buen baile y que ponían en las fiestas de garaje de mis abuelos. El aire olía a humedad y a esperanza recién nacida. La luna iluminaba de un blanco débil todo el barrio y los postes de luz parecían luciérnagas en contraste. Al acercarme puedo visualizar sus detalles, pero no le invierto tanto esfuerzo al momento, confío en que eventualmente se dejarán ver sin miedo. 

‒ No te había visto antes. ¿Eres de la familia?‒ le pregunto mientras me como una galletita. 

‒ Oh, sí, es que no había tenido ganas de venir antes. No soy persona de fiestas, pero me lograron convencer esta vez‒ me contesta sin moverse, estaba recostando la cabeza en una de las manos cual brazo tenía posado en la varanda de la verja. 

‒ Ya veo; vine porque me queda al lado de casa‒ le señalo vagamente hacia donde queda, como si se pudiera ver desde donde estamos parados. ‒ Además, me entretiene escuchar las historias de la gente. Me distraigo la mente un rato‒le digo mientras me meto un sandwichito de mezcla en la boca y le ofrezco la otra mitad. 

‒ Mmm… ¿Y cuál es tu historia?‒ me dice curiosa mientras acepta y se come la otra mitad del sandwichito. 

‒ ... Está larga. 

‒ Tenemos la noche entera. 


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Posted on December 12, 2025 .