Ángela Villanueva Hernández
Departamento de Estudios Hispánicos
Facultad de Humanidades, UPR RP
Recibido: 21/02/2025; Revisado: 29/05/2025; Aceptado: 29/05/2025
El tintineo que emitió al caer al suelo atrapó su atención. Tras buscarlo con la vista y darse cuenta de lo difícil que se hacía la encomienda, comenzó a reflexionar sobre todas las otras cosas que antes eran fáciles y que cada día cuestan más; en todo aquello que los años le han robado. Tras varios minutos de haber oscilado su atención entre lo que buscaba y el lamento nostálgico que se adueñó de ella, lo vio resplandecer en el suelo. Como si de realizar una acrobacia compleja se tratara, se dobló para recoger el santo y lo guardó en su pastillero. La situación le pareció jocosa: —Ni que soltando y recogiendo santos—, pensó.
La primera vez que sus pies tocaron suelo boricua, era apenas una niña que no entendía nada. Se sentía perdida en un país extraño, en un nuevo mundo donde sentía no pertenecer a ningún lado. Qué se iba a imaginar ella que tantos años y sacrificios después la llamarían “La Matriarca de Río Piedras” y que, además, acabaría siendo dueña de casi todas las propiedades y negocios del área. Que aquel mundo extraño, lo volvería suyo.
Hace unas semanas, Annette le regaló una pulsera de los santos católicos y, desde entonces, se le han ido cayendo a diario. Por respeto, o quizás por manías de vieja, en lugar de botar la pulsera, a Doña Rosa le dio con guardarlos en el pastillero cada vez que se le caían. Aunque no lo comentaba, el humor del asunto le provocaba risa. Annette había sido por mucho tiempo su mano derecha, y hacía tanto, que ya había olvidado cómo ser cualquier otra cosa.
Su única excepción fue Alberto, un policía retirado que había pasado las últimas cuatro décadas varado en Río Piedras. Annette lo había amado desde que inmigraron en su juventud hasta que el muy desgraciado la abandonó.
Normita había llegado del sur a Río Piedras a los dieciocho años con la intención de cumplir su sueño de estudiar. Como ocurre con el amor a primera vista, no bien interactuó con la comunidad dominicana, que, de tan encantada, invocó una ceremonia pública para juramentar no volver a comer mofongo, sino mangú. Alberto quedó prendado de Normita enseguida y, a la sazón, se enamoraron; dejando a Annette con el corazón destrozado y la mirada llena de resentimiento.
Sucede que, aunque inicialmente Normita le correspondió, la diferencia de edades no tardó en ejercer su función. No mucho tiempo después, Normita abandonó a Alberto para irse precisamente a Santo Domingo, a perfeccionar sus conocimientos culturales para ganar el favor de la Matriarca. Alberto nunca se recuperó.
Esta mañana, Doña Rosa se disponía como de costumbre a prepararse su café prieto y dirigirse a su colmado para ver el desfile de cotidianidades sorpresivas que no descansan. Sin embargo, luego de recoger su santo, algo inusual alteró la rutina mañanera que había mantenido intacta por las últimas seis décadas. Un fuerte olor a mangú y salami se adueñaba de la avenida, se metía por las ventanas, abrumaba el aire e invitaba salir a las calles a buscar su origen. Doña Rosa no aguantó la curiosidad y se asomó por la ventana. A lo lejos vio a Normita, la enana más cabecidura que pudo haber conocido jamás.
Mientras miraba por la ventana, Doña Rosa observó a Alberto coincidir con Normita y la visión le dio seguridad de que Alberto, a quien no se le veía sobrio desde su adolescencia, estaba tan pero tan borracho, que debió haberse perdido en el tiempo al ver a la chamaquita después de tantos años. Los ojos se le desorbitaron, perdió el color de las mejillas y echó carrera hasta su apartamento, donde no conseguía introducir la llave para abrir la puerta. Parecía haber visto un fantasma el pobre hombre.
Normita, que llevaba las manos cargadas de cachivaches, lo ignoró con la misma frialdad y determinación con la que se había marchado en algún momento, subió la avenida y se fue haciendo pequeña hasta desaparecer, con total indiferencia el revuelco que causaba su presencia.
Mientras Alberto parecía aterrado, el resto de la comunidad se asomaba encantada a las calles a investigar de donde provenía ese olor tan fuerte a mangú y salami. Por las próximas horas, los riopiedrenses caminaban curiosos, siguiendo con el olfato el instinto. En el ambiente se respiraba confusión y la gente se tropezaba por no mirar con sus ojos, sino con las narices. Los árboles respiraban profundo, y el tiempo parecía detenerse para todos.
Doña Rosa no aguantó, y decidió también bajar a divagar por ver si daba con Normita, que hace rato ya no se ve, pero su presencia quedaba incuestionable mediante el aroma que cada vez se hacía más fuerte. Ya en la calle se cruzó con Alberto. Seguramente en su hogar logró atar cabos el pobre y decidió salir detrás del amor. Entre el bullicio parece buscar desesperado, con la misma terquedad con la que ella buscaba sus santos cada vez que se le caían; con la misma terquedad con la que se tropezaban todos desesperados tras el olor de Normita.
Ese día Alberto cruzó la avenida veinte veces, pero nunca encontró el camino. Se le vio subir y bajar, dar vueltas al redondel, caminar sin dirección ni propósito más allá que el de estar hipnotizado por el olor caribeño que se había adueñado del barrio. Se tropezaba con las gentes, se caía, se mareaba. Era como si el olor le estuviese dando una paliza al pobre hombre. Desde el colmado, Annette miraba resentida hacia fuera, y el labio inferior le temblaba de la ira que le provocaba tanto escándalo por aquella pila e´mierda.
Así pasaron los días hasta que el olor pasó a formar parte de todos, a sentirse como el hogar que se busca incesablemente. Se volvió parte de la calle deambulando a diario por las aceras, despertando a los gallos en la mañana, y calentando la lluvia. Nunca supimos dónde se metió la muchachita ni qué había venido a hacer. Pero el olor, que había enloquecido a todos, se quedó presente y merodea por las calles enamorando a todos hasta el día de hoy.
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