Miguel Pérez Mirabal
Departamento de Estudios Hispánicos
Facultad de Humanidades, UPR RP
Recibido: 21/02/2025; Revisado: 23/05/2022; Aceptado: 26/05/2025
Fueron unos ojos rojos, muy rojos. El rostro no se ensamblaba del todo, pero los ojos no lo necesitaban. Parecían flotar bajo unos párpados tímidos y abreviados por unas cortas pestañas. El carmesí fulgurante no habitaba los pasadizos de las venas, sino que descendía como una cortina de humo sobre el iris amarillento. No era un color joven ni gratis, se había asentado después de milenios de agonía. No gritaban cansancio, ni enojo, eran rojos, sin más. Daban la impresión de que pesaba moverlos, que una vez se fijaban en un objeto eran incapaces de separarlos. El presidente sabía que lo miraban muy de cerca, que había llegado el momento, pero prefirió seguir mirando a través de su ventana al sol que se derretía sobre el mar como una pulpa dorada.
Sentía que flotaba de brazos abiertos en una lontananza amarillenta. Su memoria se derretía mansa sobre sus extremidades y la saqueaba en silencio. Recordó el último abrazo insípido de su padre, la reunión con el presidente keniano, su evidente desinterés, su sonrisa socarrona, sus asentimientos exagerados para fingir empatía, su esposa enclenque y hundida. No sabía qué hacía allí. Jamás había estado en un viaje diplomático y la ausencia de su padre la abrumaba. Habían llegado a Nairobi para pedir fuerzas militares para combatir a las pandillas que amenazaban con tomar la capital. Hablar con aquel hombre era bañarse con una humillación viscosa que la asfixiaba. Se sentía desnuda, a la merced de dientes inquietos que la empujaban como bestia de zoológico. Justo cuando el presidente comenzaba a hablar de la importancia de mantener soldados de reserva en caso de algún ataque del Al-Shabaab, Fabián se puso de pie de improviso y pidió un receso. No esperó a la respuesta del keniano, sino que tomó a Marina del brazo y la sacó bruscamente de la oficina.
Insistió en ver la foto. Fabián no le refutó, simplemente le tendió el teléfono. El jefe de la policía acababa de enviar la noticia. Solo dos oficiales muertos, los demás habían desaparecido. Ricardo había estado solo, indefenso, cuando entraron los pandilleros. La foto era borrosa, pero se podía ver sobre el cuerpo chamuscado los remanentes del traje negro y el sombrero alto que siempre llevaba en sus apariciones públicas. Al lado del cuerpo, un grafiti dejaba la marca de la pandilla. Marina cerró los ojos y solo permitió que se le escapara una lágrima.
“Duvalier, Señorita Duvalier,…” era un susurro macizo que interrumpía sus huesos y las calles de aquel país en llamas. “Marina”- la llamaban- “¡Marina!”. Rompió su noche y entre los temblores del avión y la pesadez de su cuerpo sintió en su nuca el cosquilleo de un mal presagio. La luz la invadió y ya no había vuelta atrás, ahora volvía a ser la hija del recién fallecido presidente Ricardo Duvalier.
El piloto hacía un esfuerzo colosal para no dormirse. A cada instante su mirada volvía a ser tragada por la bombillita encendida del combustible. Estimaba que le restaba a duras penas media hora de vuelo. Sabía que olía fatal, el tufo a licor olvidado y a muerte pospuesta se levantaba cada vez que hacía el mínimo movimiento. Sentía que se pudría en aquella cabina, cocinado en sus propios vicios.
Se enorgullecía de nunca haberse dejado influenciar por la parafernalia de los pilotos. Vestía la misma ropa de siempre que apenas lavaba: una camiseta roja exageradamente grande, unos pantalones azules anchísimos que en una pierna llegaban a la pantorrilla y en la otra, a la rodilla. Jamás se le veía sin su saco naranja y un bastón corto con el que intentaba disimular una cojera reciente. A su lado se desplegaba un mapa con un garabato sobre todos los aeropuertos que le habían negado el aterrizaje: Nasáu, Kingston, La Habana, San Juan y ahora Santo Domingo (los muy desgraciados). Cada vez que podía, maldecía a la política y sus sensibilidades. Le parecía toda una ridícula paradoja de falso orden. No entendía por qué Duvalier había entrado en eso. Lo conocía desde pequeño: siempre fue el típico chico leal y carismático que no te dejaba fuera de los juegos infantiles y que te buscaba en tu casa si el día anterior no habías salido a la plaza. La política lo había transformado.
Las colillas de cigarrillo temblaban sobre los controles al compás de los bramidos del avión que parecía desprender sus piezas en pleno vuelo. “No hay opción, hay que aterrizar” le había dicho uno de los gemelos. Recordó su expresión decidida y rendida, como la de una gallina llevada al altar. Llevaban largas horas de vuelo tratando de encontrar un lugar donde aterrizar. Las pandillas habían tomado el control total del aeropuerto nacional y la noticia del asesinato de Duvalier se esparcía como una plaga a los países vecinos. Nadie se atrevía a recibirlos. Supo que la nave lo arrastraba inevitablemente a un final amargo, pero no le importó mucho.
Tarareó ruidosamente una canción de su infancia cuyo nombre no recordaba. Vio cómo a lo lejos se iba ensanchando la silueta de su patria. En el oscuro ojo de la noche, a treinta y cinco mil pies de altura, la isla parecía un arca encayada y pacífica. No escuchó los llantos de los niños, ni las balas, ni las explosiones. Habría querido habitarla así, en las nubes. Haber disfrutado de sus playas sin tocar el suelo, sin morder sus montañas. Tomó una larga calada del penúltimo cigarrillo que le quedaba y comenzó a descender.
Se despertó aturdida y con la comisura de los labios tensa por la saliva seca. Percibía un enjambre picante asentándose incómodamente en su nariz y lacerando su garganta. Estrujó sus ojos para intentar pegar los espíritus borrosos que danzaban en la cabina poco iluminada. Frente a ella descansaba un filete oscuro envuelto en tanta pimienta que parecía haber sido arrastrado por la tierra. Se tocó la frente y sus dedos se llenaron de un líquido viscoso y reluciente.
- Es aceite… Para que durmieras mejor. Ya sabes, trucos de viejos.
Clemente y Fabián vestían la misma ropa con el gran pañuelo inmaculado alrededor de sus cabezas. Habían vaciado la arena de un florero sobre la mesa e intentaban hacer trazos sobre ella con sus dedos. Se divertían. Cada uno intentaba hacer el mismo dibujo al unísono en cada extremo del espacio. Marina estaba acostumbrada a aquellos juegos improvisados por los gemelos ancianos, pero a través de la cortina borrosa que deja el sueño todo le resultaba un grave rompecabezas. Trazaban una cruz larga y decorada con arabescos en cuyo centro descansaba un círculo. Habían sido los asesores de su padre toda su vida. Clemente era mayor que el otro por un par de minutos. En cada una de las divisiones creadas por la cruz dentro del círculo marcaron un pequeño cerco. Eran como niños en cuerpos de viejos, pero siempre se arropaban con una severidad cortante. Pilas de latas de refresco vacías, bolsas de palomitas y envolturas de dulces los rodeaban como querubines. Soltaron suntuosamente las últimas curvas y se recostaron sobre sus asientos para contemplar su obra.
- Te preparamos comida. Come.
- Gracias. – musitó Marina. - ¿Cuánto tiempo dormí?
- Todo el viaje. Pronto vamos a aterrizar. – Fabián la miraba fijamente.
Clemente se volteó y miraba por la ventanilla. Afuera no se veía absolutamente nada, excepto un par de estrellas deprimidas. La noche masticaba las tenues luces de la cabina. Marina creyó que aterrizarían al atardecer.
- ¿Por qué es tan tarde?
- Bueno hija, así funcionan los días, primero las mañanas y después las noches. No hay mucho que se le pueda hacer. – un silencio torpe lo envolvió esperando alguna risa de su hermano.
Fabián buscó en su bolsillo un cigarro y lo encendió. Marina pensó amonestarlo, pero notó que de la cabina del piloto salían nubes de humo.
- Lo siento, no tengo apetito.
- En ese caso…- Fabián tomó el plato y lo acomodó frente a un tubo de metal que se erguía en el centro de la cabina.
Clemente se volteó y se sentó junto a Marina mirando el suelo.
- Mira, Marina… Sabemos que no es fácil para ti, para nadie, pero hay que tomar acción… ahora. Habrá su tiempo para llorar. – la ternura áspera parecía atorarle las palabras. Marina no respondió.
- Necesitamos que nos escuches. Es por tu bien, es lo que Ricardo hubiese querido.
- No hablen de mi padre.
Sentía ganas de llorar, algo la oprimía. La mirada de Fabián le aplastaba bestialmente el cuello. Una mosca aterrizó sobre el filete de carne en el suelo. Sus patas se enterraban en la fibra con celo. Daba vueltas interrumpidas y se detenía a mirar a Marina, quien estaba más cerca del plato. Intentaba pensar en algo, pero no se le ocurría nada. La mosca jugaba con la carne, pinchándola, mordiéndola, enterrándose. Recordó a su madre, sus ojos grandes y encolerizados. Un día la había obligado a que, como castigo, hiciera que una mosca cayera en la hornilla. Su madre había permanecido de pie en el marco de la puerta y le repetía que no podría descansar hasta que quemara a la mosca. Intentó todo por horas y horas sin éxito. Las lágrimas le impedían ver el vuelo del insecto. Afuera amanecía y los vendedores daban sus primeras rondas cuando Marina dio el salto más fuerte que pudo, atrapó a la mosca con su mano y pegó su palma contra la hornilla candente. Recordó cómo su madre se volteó inexpresiva y antes de marcharse dijo: “¿Ya ves?”. Ella asintió en silencio y corrió hacia su cuarto, con el cadáver aún entre las manos. Ahora se rascaba compulsivamente la herida, tratando de sacarle alguna respuesta.
El humo del cigarro recorría la pequeña cabina como lenguas agónicas que empañaban la vista. Cosme se había levantado, exhausto, y pareció pedirle auxilio a su hermano antes de volver a la ventanilla.
- ¿Entiendes lo que ha pasado? - el rostro de Fabián se deformaba.
- Sí.
- ¿Y qué crees que va a pasar?
Todo parecía moverse lento, excepto los ojos de Fabián. Aunque fijos, la atravesaban con una velocidad vertiginosa. ¿Qué creía que iba a pasar? Fabián se levantó y volvió a la cocina. Clemente callaba. El aire comenzaba a espesarse con una nube sigilosa que se escapaba de la cabina del capitán. ¿Qué iba a pasar? Fabián trajo un quinqué, despejó la basura de la mesa y lo prendió. La luz tímida se mezclaba con el humo y trazaba figuras llorosas. Las sombras eran tragadas por el fuego y las pieles denotaban su resplandor sudoroso en la frente, sobre los labios, en los cuellos. Marina tomó aire.
- No creo que-
- Piensa bien, Marina. ¿Qué va a pasar?
- Las pandillas. – soltó Marina, apenas un susurro.
- ¿Qué con ellas?
- Dividirán al país.
- Ya lo han hecho. ¿Qué más? Piénsalo, sé que sabes.
- ¡Que no sé!
- ¡Piénsalo! ¡A caso tu padre no te enseñó nada!
- ¡Te dije que no sé!
- ¡Sangre, Marina! Querían sangre. – el labio inferior de Fabián temblaba rabiosamente. - ¡Querían sangre! Pero no significa que no quieran orden. ¡Necesitan a alguien, a un mesías! Entiéndelo. Tu padre fue una consecuencia natural y su muerte era inevitable.
- No hables de él como si fuese… como si fuese un peón. Fue un gran presidente y lo que hicieron esos bastardos no tiene nada que ver con lo que él hizo.
- Tuvo todo que ver. – Clemente interrumpió la conversación y comenzó a hacer redobles con los dedos en los lados de su sillón.
Los gemelos eran grandes percusionistas. Los cueros inclinaban la cabeza con el pasar de sus ritmos y redobles. En más de una ocasión fue testigo de cómo los rompían después de un par de golpes ante la mirada fascinada de Ricardo. Su padre habitaba su memoria en esos sonidos que corrían libres por la conciencia. El recuerdo la desollaba, la tensaba y marcaba rudimentos sobre su piel con manos ásperas.
- Tu padre sabía que la gente no necesitaba un buen presidente, sino un chivo expiatorio. Era momento de soltar la presión o, si no, todo hubiese estallado.
- Tendrás que poner las cosas orden. – Fabián se reclinó sobre el sillón y daba leves palmadas secas sobre su falda.
Marina agarró el tubo de metal con todas sus fuerzas y se puso de pie. El esfuerzo le había quitado el aliento y la fuerza de las rodillas, pero se recompuso y comenzó a dar pasos cortos por la cabina. El movimiento despejaba el incendio en su cabeza.
- No hay nada que pueda hacer. Habría que abrir unas elecciones de emergencia y sería imposible hacerlo en el estado actual. Además, tendría que ganar y, y…
- ¿Elecciones? - Fabián aflojó su tono severo y resopló.
Ella se volteó y observó a los gemelos. Pintaban un cuadro desolador, con sus vestimentas blancas manchadas, las envolturas de dulce que los rodeaban, la carne en el suelo, la mosca, la arena dispersa, el humo, la luz titilante, sus barbas descuidadas y el rostro de Clemente que sudaba profusamente y contemplaba a Marina como si fuese una niña. Los ritmos eran más intensos. Sus palmas tallaban los sillones y bajo los golpes iban formándose robustas caobas.
- Ya nada de eso, Marina. Ya no.
- Les habla su capitán, prepárense para el aterrizaje.
- Por fin.
En la comisura del cristal vio la sombra que se acercaba. Compartía cierta complicidad con aquella costa que se rendía con una languidez crónica al mar. Era una isla que parecía rendirse al agarre de la espuma, como un leproso a los lamidos de los perros. Tanteó las colinas vagas y tímidas que apenas jugaban con el viento y la invadió un terrible bullicio que la acorralaba. Brotando de la coquetería percusiva de aquellas curvas, unas manos tercas le sujetaron las costillas con fiereza. Atrás, Fabián y Clemente, sus ritmos inevitables. Alboroto, todo era alboroto.
- Marina, siéntate.
Uno marcaba un ritmo acelerado y constante, mientras el otro soltaba duros azotes impredecibles. Marina intentaba ignorar el ruido, pero las palmadas devoraban el zumbido de la mosca, el motor, el tarareo del capitán, la ventanilla, la conciencia.
- Tengo miedo. – Su estómago le ardía, como inflado en combustible. Quería irse, bajarse, o volver, olvidarse, despegar.
- Lo sé.
El silencio gutural de las palabras le quitaba el oxígeno. Ya solo se dejaba, rebotar entre los estruendos y estrépitos. Respiraba una intimidad violenta; en el aire soplándose, tragándose. No lograba descifrar los rostros de los gemelos que se confundían en uno en espirales. Todo descendía en picada, todo aguantaba el aire y se movía sin control, todo un infarto eterno. Afuera, se estiraba la pista de aterrizaje entre la inercia y la prisa. Sobre la brea aplaudían ansiosos por la llegada de la nave los escombros, las bolsas de cal, las paredes improvisadas con bloques de cemento, los ruedos de alambrada, los cadáveres.
El cuerpo de Marina se inquietaba, de abajo hacia arriba. Los repiques alzaban lenguas de fuego que la izaban y la ondeaban y un dolor inmenso que la sometía. Las piernas, aún débiles, daban seguros trompicones hacia los gemelos, hacia atrás, brincos, patadas. Repiques restrellados. Lucson prendía su último cigarrillo y soltaba el mando. Era un ruido insoportable. Todo rápido, todo moría, todo centrífugo. Ella alzaba las manos, los repiques, los ojos de Fabián y Clemente, rojos repetidos sobre el amarillo los ritmos y repiques y erizadas pupilas y Marina riendo invadida risueños repiques restalla y los repiques y tan tantos huesos sus huesos rompiendo y el grito los halones ¡Marina! ojos desorbitados desdoblados redobles en sus piernas desobedientes danzando y rozando repiques rojos y tantos rotos tambores y los ojos rojos y negros y repite el nombre y las gomas y los escombros y las risas de Lucson y su canción y se arroja rugiendo llamando el avión el fuego disparo y el calor los repiques zambombazo que se derretía saetas desgarrando a ¡Marina! los brazos la arropaban los azotes y tambores en llamas el peso deshecho en su cuerpo la secaba y montaba ¡Marina! algo como la muerte los repiques resueltos que se apagaban y la oscuridad y el freno y la montada y los susurros y el sueño y el peso del suave silencio…
Los más jóvenes, cargados con sus largos y pesados rifles, fueron los que me encontraron entre las llamas. Mientras miraba al cielo sin pestañear, mi boca se movía sola, pero no pronunciaba nada. Fueron desprendiendo los escombros que me cubrían y develaron mi traje bañado en sangre y mi pelo oscuro enredado en el concreto. Mi cuerpo parecía haber envejecido siglos en apenas unos instantes, las manos y los pies se habían secado y marcaban áridos ríos en la piel. Alrededor del crepitar de las llamas que aún no se extinguían, apareció un gran grupo de curiosos que contuvieron el aliento, paralizados. El aire pesaba navajas que atravesaban conciencias y pulmones. No los veía, pero descifró sus miradas hirviendo en la cobardía, mezclándose con el terror y las lágrimas acerbas. En las entrañas de todos chillaba un único nombre, su nombre, ese nombre que desgarraba vísceras, estómagos, gargantas tratando de salir, de escalar con sus largas garras. Pero todos callaron y contemplaron atónitos como comenzaba a levantarse débilmente. Era ella.
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