Embotellado

Gabriela del Mar Rivera Marín
Departamento de Literatura Comparada 
Facultad de Humanidades, UPR-RP

1.

–¡Oye, Héroe!– te gritaron los muchachos del billar, levantando sus voces sobre la música. Alcé los ojos para verte llegar y tu pinta no me sorprendió para nada. Pelú, sin espejuelos, con una camisa de la Upi vieja de cuando eras “revolucionario” y un pantalón corto de baloncesto, sujetado solo por la pipita de cerveza que te has echado en estos meses. Otra vez viniste derechito de tu cama a la barra. No te pusiste ni zapatos. Por la hora que es, pensé que no pasarías por aquí esta noche y, quizás, quería que no vinieses. Sabes que el dinero no me viene mal, pero me dijo un vecino tuyo que has tenido un día muy difícil. A lo mejor deberías visitar a Raquel y pasar un tiempo con tu sobrino. Tu hermana me contó que él te extraña. Además, dicen que los niños traen al mundo mucha energía positiva. Bueno, tú sabrás más de eso que yo.

Tus hombros, caídos en derrota, parecen como si llevaran sobre ellos el peso de una multitud de gente hambrienta. Tus pies, que los arrastras hacia mí como quien ha caminado su peso entero en millas, quieren dejar de caminar. Tu cuerpo te pide cama, pero te exige otra cosa. Te confieso que me siento un poco… incómoda. Culpable, vamos, que no voy a tapar el cielo con la mano. Mi negocio, aunque solo sean cuatro paredes, una vellonera y un techo de zinc, me ha puesto comida en la boca. Así que jamás me escucharás hablar mal de él, pero en dos días se cumplen seis meses. Seis meses de haberte conocido. Seis meses de haberte tenido entre mis brazos. Seis meses de verte todas las noches con una línea de botellas frente a ti y una mirada vacía, como a quien le falta algo que no puede nombrar. Aquí todos somos mayorcitos y no soy la niñera de nadie, pero me preocupo por ti. Solo somos amigos, eso me quedó bien claro. Me dijiste que no había posibilidad de nada más y no te resiento eso, pero me quitas un poco el sueño.

Asentiste con la cabeza en la dirección de los muchachos y trataste de alzar la mano para saludarlos. Te diste cuenta de que te temblaba demasiado, así que la apretaste en un puño y la escondiste en el bolsillo. Les devolviste una sonrisa mediocre, poco practicada, y bajaste la mirada al suelo. Continúas tu camino hacia mí. A ti te conocí los otros días, pero a tu papá, al infame Giuseppe, lo conozco desde que yo estaba en la High. Siempre se pasaba metido en el negocio con su guitarrita, que era lo único que no cambiaba por bebida. Le decía a papi que solo venía al negocio por lealtad de “caballeros”, pero mi padre sabía que era que tu progenitor no tenía ni licencia, ni carro y este era el lugar que más cerca le quedaba a pie. Para ese entonces papi no había enfermado y todavía se hacía cargo del bar. Tu padre era muy famoso en el underground. ¿Sabes? Tenía reputación de pícaro de barrio. Papi decía que era como un mueble más de la barra, medio sucio, usado y con las patas clavadas al piso, esperando a que cayeran en su piel las gotas de cerveza. En él se sentaban todas las señoritas y señoronas que tenían dinero para gastar en vicio. Me imagino que eso no le hizo mucha gracia a Rebeca. Esa madre tuya era de las buenas, pero ese hombre no tenía ni dinero, ni lealtad, ni fe alguna. No te lo voy ni a mencionar. Sé que odias ese tema. Es que… cuando pasaste cerca de esa lámpara y te dio la luz en la cara, me pareció ver una pizca de aquel hombre sembrada en tu frente. ¿Cómo es que no te conocí antes?

Le serví dos frías a otro de los regulares, a Mario, que estaba al fondo de la barra. Tus manos siguen habitando tus bolsillos y las gotas de sudor acarician la línea de tu pelo. Lleno un vaso de cristal con agua fría y lo pongo en el lugar de la barra que más te gusta. Es el único sitio del negocio en el que puedes tener la espalda contra la pared y aun así mantener en tu campo de visión todas las entradas y salidas. Sé que te sientes más seguro de esa forma. Quiero que te sientas más seguro. A veces me sorprendo, porque es que parece que estás 24/7 en estado de alerta, como si esperaras lo peor en todo momento, como si cada decisión fuese cuestión de vida o muerte. Puede que sean gajes del oficio y que ya estés acostumbrado. Si me dejo llevar por las ojeras que tienes desde que te conozco, no creo que ese sea el caso.

Con un suspiro de alivio, dejaste caer tus nalgas en el taburete y me buscaste, por fin, con la mirada. Te sonrío y veo como algo dentro de ti trata de devolver el gesto sin éxito. Miras el vaso de agua y niegas con la cabeza. Vacilo un poco, pero lo retiro. En su lugar, pongo un shot de pitorro añejo para que rompas la noche. Te lo bajas de una. Sin titubeos. Tus dedos parecen tener vida propia. Pones las palmas de tus manos frente a mí, enseñándome lo que te está pasando. Me conmueve que no trates de disimular conmigo. Sacas la cartera. Veo que comienzas a contar los pesos uno a uno, como asegurándote de que tienes suficientes para lo que quieres hacer. Borrar las imágenes marcadas en tu mente cuesta caro, pero tanta voluntad y sacrificio merece recompensa. También puede que yo sea una alcahueta, por eso siento que parte de la culpa está en mis buenas intenciones. Sacas un dólar y una carta sellada, los colocas sobre la barra. El billete, estrujado como está, se ve que ha tenido mejores dueños. La carta, con los bordes amarillos, aún no ha sido leída. Me puedo imaginar quién te la mandó. ¿Todavía te sigue pidiendo dinero? La última vez que supe del asunto, me dijiste que habías dejado de abrirlas, porque todas te pedían lo mismo. Compasión monetaria.

No le pedí detalles a tu vecino cuando pasó por aquí vendiendo chismes por un trago de Don Q, pero sí me dijo que fue un accidente de carro y que te dejó tocado. Sé que eres un profesional y que te gusta ayudar a la gente, por eso estás en lo que estás, pero te recuerdo que no eres de hierro. Tienes que dormir. Tienes que descansar tus ojos de tanto maltrato. Me pides tu segundo trago de la noche. Te lo sirvo. También quieres cambio para un dólar. Te lo doy. Presumo que es para la vellonera. He notado que cuando estás melancólico, te gusta escuchar música de la vieja y hablar de cosas que pasaron mucho antes de que nacieras. Si te digo que era la misma música que escuchaba Giuseppe, no me lo creerías. Te levantas para poner la canción que quieres, dejando la carta en la barra, y regresas, derrumbándote de nuevo en el asiento como quien llega de rodillas a la meta después de un maratón. Suspiras y noto que te tiembla el aliento. Miras tus manos sobre la barra y observas que continúan su baile involuntario, pero se han calmado un poco. El alcohol tiene ese efecto en ti, te controla el cuerpo.

 

2.

¿Dormiste algo? – te pregunto, aunque la respuesta es obvia. Niegas con la cabeza, pero sabes que esta vez espero palabras. –Nada– respondes. –No puedo cerrar los ojos.– y colocando los codos sobre la barra, te pones el rostro en las manos. –¿No quieres sacártelo del sistema? Hablar un poquito haría bien.– te digo.

Si no quieres que sea yo, estoy segura de que cualquier otra persona en el negocio te daría sus orejas para que te desahogues. Te lo he dejado saber un millón de veces y ya me parece que le estoy hablando a un muerto. En estos meses me he dado cuenta de que, cuando se trata de asuntos personales, el gran líder desaparece y en su lugar queda un hombre incapaz de comunicarse. Me pides otro trago. Te lo doy. Esta vez quieres ron del caro. Si no fueras amigo mío, te servía esto toda la noche para que dejases tu salario entero aquí. Pero, como soy tu amiga y sé que tienes que pagar pensión, te ofrezco un sustituto más barato. El ron es el mismo que le vendí a tu hermana cuando se iba a casar con aquel gringo tan “refinado”. Me refiero al de la high society, que la dejó preñada y después le cayó a golpes un día. Menos mal que el bebé salió bien y que ella te tuvo a ti, que la ayudaste a criarlo. Aunque, para ser sincera, no creo que tu hermana necesitase mucha ayuda. Después de todo, acuérdate que Raquel Benoni te terminó de criar y que es una mujer de armas tomar. Tu madre se partía el lomo trabajando todo el día y fue tu hermana la que dijo presente. De nuevo, ¿cómo es que los conocía a todos ellos menos a ti? No me lo explico. Tampoco me explico lo de tu hermana. Juró que no se metería con alguien como Giuseppe. Trató de buscarse a un hombre diametralmente opuesto a tu padre, lo encontró y terminó siendo un abusador que le hizo la vida imposible. Por lo menos, que yo sepa, tu papá nunca le puso la mano encima. A ella, claro está. Por lo que me dijeron, tú desde chiquito ya te ibas creyendo justiciero. Tuviste que aprender a la mala que cuando mamá y papá hablan, los hijos no se meten.

Con los ojos un poco aguados, aunque puede que sea un efecto de la luz, das un último respiro hondo. Te preparas bajándote una cerveza fría y comienzas a contar lo sucedido. Hablas como quien cuenta la trama de una película desinteresadamente. Desconectado. Objetivo. Pero ¿quién puede sufrir objetivamente? Te engañas a ti mismo.

 

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3.

A las afueras del barrio, un hombre estacionaba su auto frente a una casa de dos pisos. La misma tenía al frente un letrero que leía “Hogar Francisco de Los Cardenales: Centro de cuido para personas de la tercera edad.” Este lugar, inofensivo a la vista, se ha convertido en lo que será, con toda posibilidad, la última morada de una persona muy querida para él. Hace meses que no visitaba a su madre, cosa que se recriminaba a diario. Le resulta difícil desocuparse de todas sus responsabilidades laborales y piensa que el estrés que lo debilita terminaría perjudicando la salud de ella. A su entender, esa mujer ya ha sufrido mucho en su vida y no se merece que él le cause algún inconveniente. Además, él sabe que, con una única mirada en su dirección, su madre podrá notar en sus ojos la gran insatisfacción que siente. Sabe que ella podrá ver en sus manos, que se mueven sin instrucción alguna, el reflejo de otro hombre que la dejó atrás hace mucho tiempo cuando la abandonó a su suerte con dos hijos que mantener. Si algo le puede agradecer él a la enfermedad que ha dejado a su madre sin tantas memorias, es que también ha borrado de su mente el nombre de un marido que la traicionó.

Se queda sentado en el asiento del conductor mirando a los cristales de la casa. Quiere ver si la figura de esa mujer a la que admira, pero a la que no pudo conocer tanto en persona, se asomará por la ventana y le hará algún gesto, alguna señal, cualquier cosa que le indique que no lo resiente. No es fácil para un hijo relegarle a otra persona el cuidado de una madre, pero ya no podía más. La presión de un trabajo de vida y muerte, la decepción de un matrimonio acabado en lágrimas y la pérdida de una hija que no ha visto en cinco años, no lo dejan conseguir el sueño. Ese manojo de emociones hace que despertar por las mañanas le sea una tarea titánica, es sólo su voluntad de no dejarse derrotar del todo lo que anima su cuerpo a levantarse. Colocó su mano izquierda en la perilla de la puerta y cuando se disponía a salir del carro, sonó su celular. Escuchó lo que la voz del otro extremo le decía y respondió con una afirmativa. Cerró la puerta del carro, lo encendió y con una última mirada a la casa, se regresó por donde vino.

Recibió la llamada de emergencia a las 4:27 de la tarde. Se le informó que debía presentarse a la estación, porque se acababa de reportar un accidente de vehículo motorizado y necesitaban su asistencia en las operaciones de rescate. Cuando su unidad llegó a la escena, el bombero al mando les dio un breve informe de la cantidad de vehículos involucrados en el accidente, los elementos de peligro, las víctimas visibles y la condición de ellas según una evaluación preliminar. La primera víctima salió expulsada del vehículo cruzando el parabrisas. Su cuerpo, el de un hombre de edad avanzada, fue encontrado boca abajo en el asfalto con pedazos de vidrio incrustados en la piel. Murió en el impacto. Las otras dos víctimas, una mujer y una niña, permanecían inconscientes dentro del segundo vehículo.

Se despachó un grupo encargado de la protección del lugar del accidente. Ellos tenían la responsabilidad de proteger el área para evitar la alteración de la misma, de asegurarse que no ocurriese un segundo accidente a consecuencia del inicial y delimitar las áreas donde se encontrarían los vehículos de emergencias médicas, los auxiliares y la policía. Se controlaron los elementos de riesgo asegurándose, entre otras cosas, que las baterías estuviesen desconectadas y que no hubiese derrames. El hombre decidido que se encargó de dirigir estos esfuerzos de rescate, no se parecía al que hace poco menos de una hora temía tocar el timbre de un hogar de ancianos. Después de estabilizar el vehículo, se procedió a confirmar el estado de las víctimas atrapadas. El vehículo había quedado boca arriba, lo que les permitió a los bomberos tener acceso a ambas víctimas simultáneamente ya que se encontraban en extremos opuestos del auto. Primero retiraron las puertas para poder auxiliar a las víctimas.

El hombre logró acercar una de sus manos al cuello de la mujer que yacía inconsciente en el área del conductor. El pulso se sentía fuerte en sus dedos. Ella tenía mucha sangre cubriéndole la cara. Fue evidente que el brazo derecho de la mujer se doblaba en un ángulo imposible y que estaba atrapado en el espacio entre el asiento del conductor y el puesto del copiloto. Es como si en sus últimos momentos, ella hubiese querido proteger con su cuerpo a la niña que tenía de pasajera. El hombre miró a sus compañeros y les indicó que comenzaran a traer las herramientas para elevar un poco el vehículo, ya que el peso del auto estaba sobrecargando el techo y podía hacerlo colapsar.

Alzó la vista para ver a Gómez, que estaba evaluando la situación de la otra víctima, una niña que no podía tener más de seis años. Notó el semblante sombrío de impotencia y decepción que llevaba y cerró sus ojos por unos segundos. Aún después de tantos años de servicio, no lograba acostumbrarse a la pérdida de niños. Para él, vivir con eso en su conciencia es lo más difícil. Siempre queda la pregunta de si hubo algo más que pudo haber hecho para ayudar. Él quiere salvar a todo el mundo, ser una persona en la que la gente pueda confiar, pero hay algunas cosas que no pueden evitarse.

Desde que comenzó en su trabajo ha visto a mucha gente morir. Tanta, que no sabría decir un número exacto, ni mencionar todos sus nombres. Nunca olvida la primera vez, en una casa de Valle Arriba que cogió fuego de madrugada y su dueño no reaccionó a tiempo. Estaba tan drogado que le fue imposible mover su cuerpo para llamar al 911. Sin embargo, hay algo mucho más siniestro en la pérdida de un niño. Es una vida que apenas comienza y que está llena de posibilidades. Cuando se acuesta por la noche y trata de caer en los brazos del sueño, las caras de esas personas, cuyos nombres ya no recuerda, lo despiertan con golpes de culpa en la frente. Solo la botella de vodka lo consuela. También es en ese momento cuando ve, entre los fantasmas que lo acosan, la cara de su hija. ¿Estará bien en Chicago?, se pregunta. Su exmujer solía ser muy despistada y Larita era muy sensitiva de bebé. ¿Y si le pasa algo y él no está allí para protegerla? Cuando comienza a seguir esta línea de pensamiento, que es casi una experiencia diaria, sabe que es momento de pasar por el bar.

Después del accidente, cuando se entregó el informe completo de lo sucedido, se indicó la determinación del forense. La niña sufrió de fracturas en las costillas, en la muñeca derecha, la mandíbula y la nariz, laceraciones por todo el cuerpo y un golpe de gran magnitud en la cabeza. Se identificó a la mujer como su madre y se confirmó que conducía bajo los efectos del alcohol. La niña, al no tener puesto el cinturón de seguridad no pudo mantenerse en el asiento y se golpeó contra el techo mientras el auto se volcaba. La madre salió del hospital en tres días. El cuerpo de la niña se quedó en la morgue hasta una semana después, cuando se le dio cristiana sepultura.

En lo que corresponde a la tercera víctima, fue un señor de setenta y cinco años que recién estrenaba su primera licencia de conducir. Cuando falleció, tenía puesto una camisa de vestir blanca y unos pantalones de vestir negros. En lo que quedó de su auto, se encontró una copia de la Traducción del Nuevo Mundo de las Santas Escrituras, varios volúmenes de la revista La Atalaya y una guitarra vieja, pero bien conservada, con las iniciales G.B. talladas en la madera. Es probable que esa guitarra sea más una memoria que un instrumento musical. Las personas de esa edad tienden a perderse en la nostalgia.

Más de ocho horas después del accidente, el bombero se encontró bajando la calle de su casa descalzo. Salió de su hogar con tanta prisa que se le quedaron los espejuelos y los lentes de contacto. Casi no podía ver tres pasos hacia adelante, pero estaba confiado de que podría encontrar el negocio, aunque lo hicieran invisible. Al llegar, puso sus manos en la puerta de madera y se dio paso al interior.

 

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4.

Terminas de hablar y te quedas en silencio. Confieso que, en este momento, viéndote tan vulnerable, lo más que deseo es consolarte, limpiar de tus dos ojos la pena que los ahoga y ponerla en los míos, aunque me quede ciega. Quiero abrazarte de nuevo y tenerte contra mi pecho. Sí, tengo claro que ese no es mi lugar, que tu corazón todavía duele por una mujer que se cansó de ti. Como sea, puedo sentir en mi interior un orgullo profundo. Sé que poner tantas palabras juntas para hablar de ti mismo no te es nada fácil, pero lo hiciste. Venciste el miedo y abriste la boca para dar el primer paso. He seguido sirviéndote tragos durante el relato, así que tu cuerpo se balancea precariamente en el taburete para mantenerse sentado. Todavía tienes la carta en tus manos. Ahora, además de tener los bordes amarillos, está mucho más maltratada. La has estado doblando y desdoblando durante toda la historia como tratando de canalizar tus nervios en esa acción.

No sé qué decirte para levantarte el ánimo. Nada que pueda aportar a la conversación va a cambiar el hecho de que tu madre seguirá en el centro de cuido y sus recuerdos se harán cada vez más inaccesibles. Tu hermana va a seguir partiéndose el lomo para llegar a fin de mes y resintiendo un futuro que pudo haber tenido. Tu sobrino te seguirá mirando como si fueras Cristo resucitado, esperando demasiado de ti, y tu progenitor te va a seguir extorsionando. Tu exesposa se mantendrá viviendo en Estados Unidos y tu hija no te conocerá como a un padre. No vas a dejar el trabajo, por lo que la muerte que tanto detestas seguirá habitando detrás de tus ojos cerrados. Lo que más amas es lo que más sufrimiento te causa y ni siquiera tienes a la religión para aliviar tus penas, porque estar triste es un pecado. Lo único que te queda es la bebida. Tu única constante soy yo. Tomo tu rostro en mis manos y beso tu frente. Ya no te serviré más alcohol por hoy.

Levanto la mano y le hago señas a Mario para que se acerque. No puedes llegar a tu casa solo. Mario te coge por debajo de los brazos y te saca de la silla. Protestas un poco, pero te dejas llevar. La carta se queda atrás. –¡Oye héroe!– te llamo y apenas puedes voltear la cabeza para verme. –¿Cuánto quería esta vez?– pregunto. Cojo la carta entre mis dedos y te la enseño. Veo como tu rostro se desmorona un poco, pero rápido instalas una sonrisa hueca, poco practicada, y contestas: –No importa. Ya no los necesita.– me sorprendo un poco. ¿Cuándo ese padre tuyo no ha necesitado dinero? Me preparo para abrirla y espero a ver si tienes alguna objeción. Parece que no te molesta si la leo. –¿Sabes dónde está?– te pregunto. –Sí. Me lo encontré esta tarde.– Sales del negocio con la ayuda de Mario y la puerta se cierra detrás ustedes. Mis dedos abren la carta y saco de ella una invitación al Salón del Reino de los Testigos de Jehová.

Revista [IN]Genios, Vol. 5, Núm. 1 (octubre, 2018).
ISSN#: 2374-2747
Universidad de Puerto Rico, Río Piedras
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Posted on October 13, 2018 .