Franchelys Martínez Cuadrado
Departamento de Literatura Comparada
Facultad de Humanidades, UPR RP
Recibido: 11/02/2025; Revisado: 23/05/2025; Aceptado: 26/05/2025
Se dice que las aguas del Guillón de Mendosa son sanadoras por la entrega de culpas del sacerdote, pero también rejuvenecedoras por la liberación de las almas de todas las jovencitas.
Franchelys Martínez Cuadrado, “Aristizabál”
Desde la torre más alta de la Fortaleza Aristizabál, en el ala este del castillo, se contempla la centelleante masa de lirios blancos danzantes en las corrientes de agua del río más grande de la península ibérica, y no porque sea 8 de septiembre de 1786.
Dika aún no se da cuenta de que los rayos del sol penetran el agua en movimiento y los lirios se convierten en estrellas. La nueva dama de asistencia del joven príncipe Diago Rollán de Mirabel está de espaldas al ventanal que apunta hacia las vistas del río que rodean el castillo, trapeando el veteado suelo de la habitación de un muchachito que, a su temprana edad, tiene más responsabilidades que amigos en la provincia. Las aguas del río están molestas y hacen que las olas que agarran fuerza salpiquen las orillas desoladas, como si intentaran demostrarles a espectadores curiosos que mejor guarden distancia, y ninguno de los que están en la habitación son capaces de escuchar que el río intenta decirles cosas. Ni siquiera porque la ventana está abierta y la brisa que se cuela por la rendija y levanta los extremos de la falda de Dika no es típica de septiembre.
Las corrientes del río Guillón siempre están a la fuga del ritmo marítimo que el ventisquero les proporciona. Las cascadas del lugar de su nacimiento nunca se detienen y el río siempre se ve afectado por los golpes de agua que descienden desde las montañas más altas. Los buitres leonados, las águilas pescadoras y las palomas bravías viven allí y viajan todas las mañanas río abajo, persiguiendo sus propias sombras sobre las aguas hasta que se cruzan con los afluentes que flanquean las zonas residenciales y se dispersan para buscar comida. Ese es el momento del día en que Dika las ve, temprano en la mañana al salir de su casa con destino al castillo que señala el centro de una gran provincia llamada El Pequeño Pueblo de San Aristizabál, apartada del resto de las comunidades que conforman el pueblo. Dika y su familia son los únicos calós que viven dentro de los muros que apresan la provincia, tampoco porque lo hayan pedido. Pero la mañana de este jueves, Dika se encaminó hacia el castillo como de costumbre, aunque con la corazonada de que los cuervos estaban adelgazando y las águilas reales ya no sobrevolaban. Pensando que quizás debía ser la señal para creer que el alimento sí estaba siendo racionado entre las comunidades de Mirabel, como bien había escuchado decir a su comadre días antes. Por esa y muchas otras razones, los gitanos protestan día y noche frente a los portones del Pequeño Pueblo de San Aristizabál, exigiendo respuestas de un reino que los rechaza como pueblo. Dika y su familia hacen todo lo posible por sobrevivir en un lugar donde no son bienvenidos. Ese jueves no fue una excepción.
Vanko, su esposo y el trabajador más diligente de la huevería del castillo, sabe a qué horas de la noche contrabandear comida para los suyos. Las gallinas que aísla de las que están plegadas de piojillos no sirven si el gitano no quiere levantar sospechas, aunque las doncellas de la cocina tengan que exterminar cientos y cientos de ácaros cada vez que asan pollos. No tienen idea de por qué, día tras día, los piojillos se multiplican en la cocina. Incluso Vanko escuchó una tarde a una de las cocineras quejarse de que los había visto también en su habitación, por lo que el guardián de llaves del castillo determinó que la plaga había sido traída por ellas y expulsó del castillo a todo el séquito de empleadas por mala higiene para reemplazarlo por uno nuevo al día siguiente. Aunque hubiera sido del agrado de Vanko no perjudicar a nadie, tampoco puede complacer a todos. El gitano prefiere ayudar a un hermano de su tierra antes que a cualquiera de ese castillo maldito, y teniendo presente las consecuencias que están pagando al haber aceptado la oferta de trabajo de un cortesano (a quien no habían vuelto a ver), en un desesperado intento de salir de la gran pobreza que afecta la comunidad gitana de Mirabel, ese jueves Vanko se escabulle de su puesto para llamar a su esposa.
El río Guillón está furioso a dos metros frente a sus pies, pero no es eso lo que llama su atención. Bajo los deslumbrantes rayos del sol que se ponen en el horizonte y abrasan sobre la piel, traspasando la endeble tela de las ropas gitanas, Vanko cae de rodillas. Los últimos cuatro días han sido los más difíciles de su vida; para él y para su esposa Dika. No podría expresar en palabras cómo la incertidumbre se los ha comido vivos dentro de una mórbida espera de la que no sabían si iban a tener salida, hasta ese jueves.
Ese momento.
El instante en que Vanko, con ojos lacrimosos, nota la bandada de lirios flotantes que viajan con las corrientes del río. Quienes, a su paso, apaciguan el frenesí que antes exaltaba con rabia las aguas y la desbravan. El viento que casi siempre encamina estas aguas desmerece con la llegada de la cuna blanca que adorna, por primera vez, el río Guillón. Vanko sabe qué es lo que este acto de resistencia significa para él y para la gente de su pueblo. Está tan conmocionado porque sus hermanos hayan encontrado lo que ha atormentado a tantas familias gitanas, incluyendo la suya, que cuando ve el distintivo rosado del lirio que flota entre tantos blancos, su corazón de padre ya lo sabe. Cada lirio representa un nombre, un cuerpo encontrado; el hallazgo de jovencitas gitanas que una vez desaparecieron de sus casas.
Y el color favorito de su hija de catorce años, llamada Florica, era el rosado.
Vanko no encuentra las palabras para describir el dolor que asesta contra su pecho, contra el corazón que cree sigue latiendo y escucha dentro de su cabeza. El mundo gira y las aguas se secan. El sol detiene su descenso y desaparece. Todo se funde en una oscuridad tan densa como la que sintió su pequeña Florica en sus últimos momentos. Se desgarra su mente de su cuerpo. Vanko se detiene un sólo momento y no respira. No quiere hacerlo. Quiere encontrar a Florica y quiere ver su cuerpo. Quiere abrazarla por última vez, así como el lirio rosado pasa de largo y se confunde con la cegadora claridad de la tarde mientras más pequeño se hace. Vanko no puede repartir culpas que no han sido demostradas, pero puede avisarle a su esposa que mire por la ventana y se dé cuenta de que la han encontrado. Las han encontrado a todas.
La ceremonia del río es una costumbre de la comunidad gitana de Mirabel donde le rinden homenaje a los seres queridos fallecidos y sus antepasados, lanzando flores y velas al río Guillón para honrar el camino que tuvieron en tierra y conducir el que les espera. Vanko, aunque la distancia no le permita confirmar si su esposa escucha el llamado, se conforma amarrándose a la fuerza que une a los gitanos con sus tierras. Por esta razón, el caló se encorva sobre sí mismo para plasmar sus palmas abiertas sobre la tierra caliente bajo el sol y espera...
Espera y siente el sigilo de una brisa suavecita que le zarandea las telas colgantes de ropa.
Espera hasta que el río Guillón se detiene y el área verde del ala este del castillo sucumbe en la plenitud de un gran silencio.
Que Dika escucha.
De pronto, la retumbante voz de Olivero Rollán de Mendosa, quien está dándole a su nieto una lección acerca del cristianismo en la misma habitación, enmudece. El suelo que Dika trapeaba a mano se siente vibrante sobre su tacto, sobre el trapo humedecido, sobre el contacto de sus rodillas flexionadas y las tibias. El suelo está ondeando bajo ella levemente, como si respirara. Como si la tierra estuviese haciendo presencia y el estante más próximo a ella cruje. No está imaginándoselo porque está pasando. Alguien la está llamando, y lo descubre cuando se pone de pie y se acerca a la vista del ventanal a sus espaldas.
El atardecer es espléndido. Los tonos brillantes amarillos ya se funden entre el naranja y una fuerte mancha rojiza tiñe la puesta del sol como una explosión. Al fondo, justo en el centro de la imagen de sus ojos, está su esposo inclinado sobre la tierra, tocándola con sus manos. Dika observa, quieta, a que Vanko levante la cabeza. La tierra continúa palpitando bajo sus pies, bajo las manos de Vanko, cuando sus miradas se cruzan y ella lo sabe. Lo entiende. Hay un par de lirios perdidos en las aguas del río, olvidados por el montón que retoman el movimiento cuando Dika posa sus ojos sobre el cuerpo de agua. Vanko se lo está diciendo a través del mensaje que le guarda en la tierra. De Mirabel ya estaba sufriendo desde antes, pero esta vez hasta el río lo ha demostrado. En el río se encontraron las culpas; por eso la tierra oscila como si todo el terreno estuviera ahogándose, igual que cada una de las niñitas gitanas que desaparecieron.
Igual que su pequeña Florica.
A Dika le caen lágrimas de los ojos. Se agarra el pecho en caso de que el desgarre sea insoportable. No puede respirar. Lo que viene después siempre es la peor parte. Ella lo sabe. Quiere salir corriendo y abrazar a su esposo; pedirle disculpas por la acalorada discusión de esa mañana. Dika lo lamenta por su hija y el sufrimiento con el que debió despedir sus últimos momentos de vida. Lo lamenta por todas las madres que estuvieron en su lugar, añorando que sus niñas pudieran regresar a casa como mismo se habían ido. Es desolador el atropello que le consume el cuerpo entero de un inmenso dolor, el cual se intensifica segundo tras segundo y se convierte en lo único que tendrá asegurado el resto de los días. La tierra sigue oscilando, en movimiento. El cristal del ventanal cruje, pero el río vuelve a estar intacto. Florica nunca se había alejado tanto del camino hacia la orilla del río que compartían con las residencias de los huéspedes del reino. En El Pequeño Pueblo de San Aristizabál parecía como si nadie disfrutara de los espacios abiertos. Esa mañana Dika escuchó varias voces desconocidas, pero no le dio importancia.
Para cuando Vanko y Dika escucharon el aullido de Florica, ya era demasiado tarde.
—¡Mundana! —Ensordecida, Dika regresa a la realidad tras el estallido de la voz del sacerdote en su cabeza. La atención de él y del príncipe Diago están en ella, pero es Olivero quien se acerca con desagrado y se asoma por el ventanal que Dika encaraba—. ¿Qué es lo que tanto miras?
Para su suerte, Vanko ha desaparecido, por lo que Rollán no le da tanta importancia a los lirios que aún se observan en las aguas del río Guillón, ahora en movimiento. Al contrario, se interesa por apuntar a las desigualdades que han provocado que el pueblo gitano se revele contra la familia real y la iglesia, y dispara.
Es un sujeto pragmático, calculador y muy soberbio para lo que debería ser el gusto de su ministerio. Dika lo supo desde el momento que lo vio por primera vez, en su primer día de trabajo en el castillo, cuando el mismo hombre frente a ella intentó humillarla frente a la familia real al señalar que «esta mujer» aún no participaba del sacramento del bautismo. En el tiempo que Dika y su familia llevan en la Fortaleza Aristizabál se han forjado más relaciones forzosas que amistosas, y Olivero Rollán de Mendosa es una de las que Dika más se resguarda. A los cristianos católicos de Mirabel nunca les ha agradado la herencia lingüística-cultural que los calós, muy orgullosamente, mantienen firme donde quiera que van. Para variar, la localización del Pequeño Pueblo de San Aristizabál fue cimentada estratégicamente para separar a los gitanos (quedando al norte de la provincia) de los cristianos (quedando al sur de la provincia). Olivero Rollán de Mendosa fue si no el personaje mayor que contribuyó en esta orden, asignada a la iglesia y decretada por el rey, el adalid a cargo de lo que fue la limpieza temprana de los gitanos en el pueblo de Mirabel. Un clérigo no endosado que no se acoge a la tonsura, cortesano de la familia real de Mirabel y el responsable de separar, torturar y asesinar a miles de familias gitanas. Lo último es una acusación que nunca fue concretada por la corte del rey, encubierta, y capaz que para proteger al único tío-abuelo del heredero al trono. Pero los gitanos reconocen cuando algo amenaza sus tierras.
Y Dika lo sabe.
Lo sabe en cuanto el (lo que para todos los calós es un farsante) sacerdote la mira a los ojos. Lo siente corriendo por las venas y lo imagina tan bien como tiene grabado los últimos gritos de su hija esa tarde. Tal vez no pueda descifrarlo ahí mismo, de pie frente a él, pero está tan segura de que puede afirmar que el hombre que la mira con menosprecio guarda graves y oscuros secretos. La actividad sísmica de la tierra se ha desplazado de debajo de sus pies y se ha trasladado. Lo está señalando, y aunque Olivero Rollán de Mendosa no puede sentirlo como tampoco ha sentido nunca el Espíritu Santo que ha confirmado conocer, el cimbreo lo está sacudiendo, se le arremanga a los tobillos de sus pies y sube por las comisuras de su sotana negra impura. Tiene sonido y las voces susurradoras le ratifican a Dika el nombre del único sacerdote de la diócesis que no practica el compromiso del celibato por razones inciertas.
Tiene las manos manchadas cuando las asoma por debajo de las mangas de la sotana y las cruza frente a la parte baja del torso, cerca del fajín de su vestimenta, revelando el crop de cuero negro que ha estado escondido todo este tiempo. Dika ha escuchado los golpes de ese látigo antes y no sólo porque todos los guardias del castillo carguen uno en la correa de la cintura para alertar a los caballos en las corridas. El eje largo de fibra de vidrio, cubierta por el característico cuero negro que producen los gitanos para el pueblo, es la parte del crop que hace contacto con la piel del caballo, pero es la guarda en la que se extiende el extremo opuesto al del mango la que evita que el látigo deje marcas. El crop de Olivero Rollán de Mendosa no tiene guarda y Dika sabe que las marcas que a veces aparecen en el torso del príncipe Diago cuando utiliza atuendos casuales para pasar el día en el castillo no son porque el joven se la pase entrenando con su padre fuertemente a espadas de madera. El pernicioso sacerdote de Mendosa, que a corta edad fue trasladado desde su condado por orden del rey, guarda secretos que Dika esclarece sin tener que involucrarse demasiado. Este sujeto desprende tanta falsedad que su presencia es distinguida por el aire que ellos mismos respiran. El príncipe Diago de Mirabel no hace contacto visual con ninguno y Dika sabe qué es lo que él está esperando allí, nerviosamente sentado en su lugar. Dika sabe que Olivero Rollán de Mendosa está jugando y quiere que la caló muerda su anzuelo para tener razones que respalden las marcas que tanto quiere dejarle en su cuerpo.
Pero no es eso lo que a Dika le preocupa, pues no hay nada que ella pueda hacer por el pequeño príncipe Diago como tampoco pudo hacer por las vidas inocentes que se han perdido en muchas de las familias de su comunidad. A Florica le encantaba corretear por el campamento gitano. Esos primeros años de vida que gozó en sus tierras, antes del llamado a mudarse al Pequeño Pueblo de San Aristizabál, creció rodeada de mucho amor, gentileza y bondad. Los gitanos siempre se han caracterizado por la sensibilidad que se advierte en sus corazones; puros, amables y muy, muy sinceros. Florica se convirtió en un rayo de luz imposible de apagar. Toda la comunidad la conocía, algunos por los bollos de arándanos que comenzó a preparar a corta edad, otros por el cuidado y la ayuda que le brindaba a las personas mayores. Era la ayudante favorita de los niños de la guardería cuando iba a visitarlos en su tiempo libre y, en caso de las incesantes contiendas hacia el pueblo gitano, Florica estaba lista para asistir a los más afectados. Siempre en compañía de Anahí, Jovanka, Kassandra, Sinai, Yaribet y Drina; sus mejores amigas. Las siete muchachas eran inseparables. Almas puras, inocentes y llenas de vida. Todas arrebatadas del corazón ya lastimado del pueblo gitano, el mismo que día a día intenta recuperarse, sólo para sufrir otra recaída cuando Dika se da cuenta e identifica que el nombre al que pertenecen las manchas de las manos del sacerdote es el de la única jovencita que les sobrevive a sus amigas.
Una lágrima rueda por la mejilla derecha de Dika cuando levanta la vista y observa al sacerdote fijamente a los ojos. Las sombras en los renegridos ojos de Olivero Rollán de Mendosa titubean, pero no esconden lo impenetrable acerca de su cuestionable prudencia detrás de esa taimada expresión con la que aguarda. El sacerdote espera paciente.
Hasta que Dika abre la boca y derrumba su máscara.
—¿Dónde estuvo esta mañana, sumo sacerdote? —Dika aprieta tanto el trapo entre sus manos que humedece la costura superior de su falda—. Los feligreses estuvieron esperando por usted para bendecir el desayuno de la familia real, como de costumbre, pero usted nunca llegó. El joven príncipe y la reina echaron de menos su habitual presencia.
—¿Te atreves a cuestionarme tú, mujer, con esa lengua que sólo suelta jerigonzas? —Olivero Rollán de Mendosa contiene tanto coraje que, cuando la guarda de su crop levanta la barbilla de la caló, tiembla como las hojas de los robles que rodean las viviendas cercanas al muro de la provincia. Dika, a diferencia, no contiene sus lágrimas y la sonoridad del temblor de la tierra, las voces susurrantes, la resequedad en el aire, las corrientes del río Guillón y las manchas en las manos del pecador se convierten en un estruendo que taladra su cabeza cuando él dice—: De rodillas.
Y Dika gruñe:
—No.
La caló retrocede el mismo paso que Vanko da en reversa y aligera zancadas hasta esconderse detrás del pedregoso pilar más cercano cuando un grupo de clérigos pasan de largo por el pasillo de la tercera planta del ala este del castillo. La puerta de la habitación del príncipe Diago Rollán de Mirabel cuenta con la seguridad de dos centinelas posteados a cada extremo a todas horas, todos los días. En ese momento, todos los caballeros reales habían acudido a un llamado dejando los andares de la Fortaleza Aristizabál un poco desatendidos para la suerte de Vanko, quien se las ingenió para escabullirse hasta la ubicación de su esposa en el castillo confluente.
Vanko, a diferencia de todo el tiempo que tienen los cortesanos en la provincia para malgastarlo, vive los días contando las horas y los minutos con impaciencia, y los que Dika tarda en salir de la habitación del joven príncipe parecen eternos. Sus sudorosas manos no paran de frotarse contra la pernera de sus pantalones, pero cuando Dika sale a su vista, ella ya sabe dónde Vanko está aguardando por ella.
Y corre a sus brazos.
El pueblo gitano de Mirabel está de luto.
En los últimos meses, fueron pocas las oportunidades que Dika y su familia tuvieron para salir del Pequeño Pueblo de San Aristizabál y visitar lo que antes era su comunidad. Aunque sus hermanos y hermanas siempre los recibían con abrazos cálidos, nuevas piezas de ropa hechas por manos propias y el té caliente favorito de Florica, nunca perdieron el valor de estatuir su coraje por, según su comadre, la desquiciada decisión que habían tomado de abandonar su hogar para trabajar en el castillo. A los calós no les pasaba desapercibido que ellos fueran los únicos gitanos admitidos más allá de las murallas y que, a pesar de las protestas, Dika y Vanko parecieran intocables. Sólo ellos sabían lo que se vivía en los alrededores de la Fortaleza Aristizabál y por qué el castillo era más siniestro de lo que aparentaba; la provincia estaba maldecida, el sol nunca apuntaba hacia los chapiteles más altos del castillo y el agua, a duras penas, era potable porque el río siempre estaba molesto con los malos cuidados de la familia real. Dika y Vanko añoraban su hogar y su pueblo todos los días que pasaban en la provincia, pero más lo añoró, en sus últimos años de vida, su pequeña Florica. La pareja caló mantuvo un acuerdo con la jovencita que intentaron cumplir, al menos, una vez al mes: llevarla hasta el campamento gitano para que pudiera compartir con sus amigas. La primera visita, a sus once años, las chiquillas bailaron toda la tarde al ritmo del flamenco. Cada una con un color llamativo en sus faldas que las distinguía entre la muchedumbre de muchachas danzantes. A sus doce años fue la primera vez que no pudo visitarlas por más de tres meses seguidos y a los trece años sufrió la primera pérdida tras el hallazgo del cadáver de Jovanka, a orillas del río Guillón, casi a las afueras del pueblo.
A los catorce años, cuando Florica las visitó por última vez, Yaribet era la única esperándola en la entrada del campamento. Aunque siempre tuvo una sonrisa llena de emoción para Florica, ese día las amigas se abrazaron y lloraron juntas sin saber que sería la última vez que se volverían a ver.
Hoy Dika y Vanko son recibidos por una Yaribet acurrucada en una esquina del recibidor del campamento, que cuando los ve, se tropieza con los pies al levantarse tan rápido. No contiene el arrebato de emociones en el que su cuerpo se ahoga, se martiriza, cuando ve a los padres de su mejor amiga como si fueran los suyos, quienes acaban de perder a su única hija. Dika la envuelve en un abrazo tan fuerte que amortigua los gritos de dolor de Yaribet. La niña llora y solloza desde lo más profundo de su ser. Se queda sin aliento y siente las lágrimas que se deslizan por un rostro que busca socorro en unos brazos que lo han perdido todo. Yaribet tiembla y sus hombros se sacuden. Aprieta los puños en las lumbares de Dika y cree que van a estallarle de fuerza; cree que su cuerpo entero va a estallar del calor que la sofoca. El dolor es delirante y quiere quebrantarla, partirla en pedazos, y Yaribet no sabe si podrá recuperarse. Ha perdido a todas sus amigas. Las han asesinado una por una y todas se han ido. Yaribet olfatea el hedor de la muerte y sabe que viene por ella. La siente rozando su piel cada vez que se acerca demasiado al río, cada vez que aquel hombre la invita a pasar por la abertura irregular que atraviesa la muralla de la provincia de la familia real. Por eso no lo ha hecho. No quiere que la muerte diga su nombre en voz alta sin antes haber luchado por honrar la pérdida de sus amigas. Yaribet lucharía porque cada uno de sus nombres no sean olvidados como ella sabría que sus amigas habrían hecho por ella.
Pero la mañana de ese jueves, Yaribet se acercó demasiado a la abertura de la muralla. Estuvo tan cerca de la muerte que esta le tiñó la ropa y parte del cuerpo por donde ese hombre intentó tocarla y arrastrarla para llevársela, pero un gruñido abismal fue lo que la salvó. Fue lo que hizo que el sacerdote se detuviera. A Yaribet le dio tiempo a escabullirse y emprender una carrera a trompicones hasta resguardarse lo suficientemente lejos del depredador.
Que cuando este se dio la vuelta y divisó el tamaño de la criatura desde donde Yaribet se guarecía, supo que un sólo error le costaría la mera justicia de todos sus crímenes.
Y cayó de rodillas.
—Él me salvó. De no haber sido por su llegada en el momento justo, yo no sabría… no estuviera… —Yaribet lloriquea, balbuceando contra el torso de Dika, y sus palabras hacen que la pareja intercambie una mirada de alarma.
Vanko se acuclilla a un lado de la niña e intenta animarla para que articule sus próximas palabras con más claridad, sin prescindir del retumbante sonido de su corazón palpitando en su pecho.
—¿Qué quieres decir con que él te salvó, Yaribet? —pregunta Vanko—. ¿No estaban tus padres cerca?
—Estaba persiguiendo una mangosta que me llevó hasta el encuentro con un hombre detrás del muro cuando me di cuenta de lo lejos que estaba del campamento. Yo… no recuerdo si lo primero que vi fueron sus piernas o sus patas saliendo del río. Se hacía cada vez más tarde con cada empujón que me daba el hombre, pero ahí estaba.
—¿Ahí estaba quién? —insiste Dika, alejándose un paso de la jovencita para mirarla a los ojos llorosos cuando le dice—: ¿Qué fue lo que viste, Yaribet?
—Al monstruo —Yaribet solloza. Se limpia la cara, aunque no puede parar de llorar, pensando que, si sus amigas hubieran tenido la misma suerte, todas seguirían con vida—. Fue el monstruo del río Guillón quien me salvó. Es también quien ha encontrado todos los cuerpos y nos mostró el camino hacia ellos.
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